Ir al contenido

Los círculos concéntricos de América Latina

Es la triple mezcla indígena, europea y africana la que crea riqueza en la literatura, las artes, la música y la comida

Hay una pregunta que siempre nos desafía, y es la de si existe una identidad latinoamericana compartida. La realidad geográfica parecería negarlo si imaginamos, por ejemplo, un viaje entre la Centroamérica donde yo nací, en la estrecha cintura del continente, y las tierras australes, una distancia de miles de kilómetros equivalente a la travesía del Atlántico hasta Madrid.

Un territorio así de inconmensurable se prestó al asombro desde la llegada de los conquistadores, y su cartografía se creó en la imaginación antes que en los mapas. Y no era para menos: caudalosos ríos sin fin, selva...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hay una pregunta que siempre nos desafía, y es la de si existe una identidad latinoamericana compartida. La realidad geográfica parecería negarlo si imaginamos, por ejemplo, un viaje entre la Centroamérica donde yo nací, en la estrecha cintura del continente, y las tierras australes, una distancia de miles de kilómetros equivalente a la travesía del Atlántico hasta Madrid.

Un territorio así de inconmensurable se prestó al asombro desde la llegada de los conquistadores, y su cartografía se creó en la imaginación antes que en los mapas. Y no era para menos: caudalosos ríos sin fin, selvas de implacable verdor donde se extraviaban los hombres y las mentes, sabanas infinitas y cordilleras impenetrables. Y ellos buscaban en esos parajes, a costa de sus vidas, ciudades de cúpulas de oro y pavimentadas de oro regidas por caciques bañados en polvo de oro, bosques enteros de canela cuyo perfume les llegaba desde lejos.

Desde entonces nos ha unido la imaginación, y cuando los hechos son reales, parecen fruto de la imaginación. El ejército de los Andes del general San Martín cruza entre borrascas de nieve la cordillera para liberar a Chile en 1817, y el ejército de Bolívar cruza también los Andes desde Venezuela para liberar a la Nueva Granada en 1819. Son hechos imposibles, pero ocurrieron; y si no, habría que haberlos imaginado.

Al escribir, imaginamos en una lengua común, y esa es otra manera de salvar distancias y borrar fronteras. Ser entendido de un país a otro, viajar en las palabras, no importan las lejanías, no importan los muros, porque la lengua ya está del otro lado del río Bravo, en los Estados Unidos, la otra América, que pese a la xenofobia oficial contra los migrantes es también un país latinoamericano y lo será más cada día.

Puedo comparar mi identidad a los círculos concéntricos que deja una piedra al caer en el agua: en el primero de esos círculos, soy nicaragüense, en el siguiente, centroamericano, en el tercero, caribeño, y en el último, que los contiene a todos, soy latinoamericano. Con esta reflexión lo que quiero significar es que no se trata de categorías abstractas, que uno no define lo que es de manera teórica, sino a través de la comprensión de sí mismo y su lugar en el mundo. Y mi mundo es ese, la América Latina de la que uno se apropia como un sentimiento de vida, una emoción que es la vez una convicción.

Somos el resultado de una mezcla mágica destilada por los siglos, en la que hay tres componentes básicos: uno español, otro indígena, otro africano. Para los brasileños, el portugués. Una tríada, una triaca, un triple concierto. Si extraemos uno de esos componentes, o lo negamos, dejamos de ser lo que somos, nos mutilamos, o nos falsificamos.

Hay otros elementos en la mezcla, por supuesto; no se explica el Río de la Plata sin lo italiano, ni el Perú sin lo asiático, como puede verse en su cocina, ni el Caribe sin sus agregados hindús, chinos, británicos u holandeses. Pero hay un hilo infaltable que nos recorre de uno a otro confín con su puntada negra, y es el hilo africano.

Sin lo africano, la música latinoamericana que se escucha en Europa no existiría. Todo el universo de la salsa inventada por los puertorriqueños de Nueva York, los nuyoricans, y los sones cumbancheros, desde el vallenato colombiano al merengue y al perico ripiao dominicano o la guaracha cubana, o el danzón que pasó de La Habana a Veracruz y tiene su origen en la mezcla de la contradanza francesa y los ritmos que despiertan en el alma del tambor yoruba, el bongó, el cajón, la güira o las maracas. Y el danzón, del que nace luego el mambo de Pérez Prado y el chachachá de Enrique Jorrín. Un hilo que pespuntea también el jazz de Nueva Orleans, la marinera peruana, la samba brasileña y el candombe del Río de la Plata que va a dar a la milonga y al tango argentinos.

No somos extraños unos a otros. Las férreas líneas divisorias las han impuesto las ideologías desde las luchas por la independencia. Gachupines realistas contra criollos republicanos. Conservadores católicos contra liberales masones. Socialistas de puño en alto contra reaccionarios de escapulario. La identidad entre liberales o entre conservadores, a través de las fronteras recién creadas, era más fuertes que las de la propia nacionalidad.

Es esa triple mezcla híbrida la que crea riqueza en la literatura, en las artes, en la música, y que crea a la vez diversidad. Identidad en la diversidad. El español guatemalteco teñido por la lengua maya en que Miguel Ángel Asturias escribió Hombres de maíz; el español peruano teñido por el quechua de Los ríos profundos de José María Arguedas; el español paraguayo de Roa Bastos teñido por el guaraní, en Yo, el supremo. Y todo el lunfardo argentino de Cortázar en Rayuela, y yendo más allá, ese entramado casi bilingüe entre inglés y español de Junot Díaz en su novela La maravillosa vida breve de Oscar Wao.

El último círculo concéntrico de que hablo se me abrió desde niño en la escuela primaria. Por alguna razón, los libros de lectura escolar, compuestos por diversas piezas en prosa y en verso, llegaban a Nicaragua desde Argentina. En las ilustraciones, la bandera que se izaba en el patio de una escuela era azul y blanco, solo que el azul más pálido, y en lugar del escudo con cinco volcanes de la bandera nicaragüense, tenía un sol.

Las historietas cómicas también llegaban de Argentina, entre ellas la del capitán Marvel, cuyo alter ego era un niño lisiado, vendedor callejero de periódicos, un canillita, que al pronunciar la palabra mágica SHAZAM dejaba su muleta y se transformaba en el superhéroe que volaba a velocidad supersónica, como Supermán. Y estaba también Patoruzito, el pequeño indio tehuelche de la Patagonia, que llevaba una vincha en la cabeza y boleadoras en la cintura

Canillita, ombú, tehuelche, vincha, boleadoras, pampa. Esos términos tan ajenos y lejanos pasaron desde entonces a ser parte de mi acervo cultural, en un tiempo en que las novelas vernáculas latinoamericanas traían en las páginas finales un riguroso glosario de términos, y las palabras de uso común en Latinoamérica, aun las del español arcaico que allá seguían vivas, eran barbarismos para los cánones lingüísticos en España.

Entre las grandes transformaciones provocadas por el boom en los años sesenta del siglo pasado, estuvo la eliminación de los glosarios. Ya no se necesitaba de vocabularios ni de notas de pie para explicar que los zopilotes en Pedro Páramo de Juan Rulfo eran buitres carroñeros, o gallinazos, en las novelas de García Márquez, o que piolín era una cuerda, y andá rajá, lárgate, en Rayuela de Cortázar; o los abundantes peruanismos utilizados por Vargas Llosa, serrucho por serrano, originario de la sierra, contrario a costeño; terruco por terrorista; o trome, un campeonazo deportivo, o la Inca Kola, más popular en Perú que la misma Coca-Cola.

O esa maravilla culinaria que es el “bucán de bucanes” en El siglo de las luces de Alejo Carpentier, un término de la lengua tupí, mientras su sinónimo barbacoa viene del taíno: jabalíes asados a las brasas en un espetón y cuyos vientres abiertos se rellenan de codornices, palomas torcaces, gallinetas y otras aves recién desplumadas, “y los costillares se cerraron sobre la volatería, sirviéndoles de hornos flexibles, apretados a sus resistencias, consustanciándose el sabor de la carne oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa…”

Somos también el paladar. Lengua y paladar.

Sobre la firma

Más información

Archivado En