A la espera del prodigio
Llegué a intuir que había dos maneras de instalarse en el mundo: frente a la pantalla doméstica, sin aguardar ya nada de la vida, o frente al infinito, a la espera de un prodigio
Tuve un pariente que tras jubilarse, e hiciera frío o calor, se sentaba cada tarde en la terraza de su casa acompañado de una copa de vino y unos frutos secos y permanecía dos o tres horas con la mirada perdida en el vacío. A mí, que en aquella época era un estudiante de bajo rendimiento, me fascinaba contemplar su quietud improductiva. En cierta ocasión le pregunté qué hacía y dijo que esperar. “¿Esperar qué?”, insi...
Tuve un pariente que tras jubilarse, e hiciera frío o calor, se sentaba cada tarde en la terraza de su casa acompañado de una copa de vino y unos frutos secos y permanecía dos o tres horas con la mirada perdida en el vacío. A mí, que en aquella época era un estudiante de bajo rendimiento, me fascinaba contemplar su quietud improductiva. En cierta ocasión le pregunté qué hacía y dijo que esperar. “¿Esperar qué?”, insistí. “Que se me aparezca Dios, o una ecuación”, respondió.
Lo de Dios me pareció lógico porque pertenecíamos a una familia muy religiosa, y lo de la ecuación también porque había sido profesor de Matemáticas. Lo más difícil de explicar era la asociación entre una cosa u otra, como si fueran semejantes.
Yo le acompañaba en silencio con la fantasía de hallarme presente en el momento en el que se produjera el milagro. Pasado el tiempo y como aquella quietud lo había convertido casi en un místico, le pregunté si se habían manifestado por fin Dios o la ecuación. “Nunca lo sabréis”, dijo, “vete a ver la tele”.
Ver la televisión, que era como regresar a la norma, me proporcionaba una paz algo infernal. Creo que llegué a intuir que había dos maneras de instalarse en el mundo: frente a la pantalla doméstica, sin aguardar ya nada de la vida, o frente al infinito, a la espera de un prodigio.
Mi pariente se murió un martes, con los frutos secos sin probar y la copa de vino intacta. No hizo ruido alguno, ni siquiera cambió de postura. Su mujer lo descubrió al anochecer, ya un poco rígido. Oí decir que había fallecido con los ojos abiertos, lo que no supe entonces ―ni ahora― cómo interpretar. Estos días, al acordarme de él, me siento cada tarde en la terraza, con un gin-tonic que apenas pruebo, y unos frutos secos variados en un plato, y permanezco contemplando el horizonte, a la espera de que se me aparezca, si no Dios, el diablo. Y, si no una ecuación, una raíz cuadrada. Vamos a menos.