Hay una guerra en Europa
Si baja la presión sobre Rusia, el continente corre el riesgo de normalizar un conflicto sin fin y a gran escala en Ucrania
En la ciudad ucrania de Pokrovsk, en territorio de la provincia de Donetsk todavía bajo control de Kiev, se libra una cruenta batalla terrestre, probablemente decisiva para la evolución de la guerra de desgaste entre Ucrania y Rusia. Lenta pero persistentemente están avanzando las tropas rusas en todo el frente, en especial en esta zona de Donbás, con el objetivo de completar el control de esta cuenca, cuya soberanía reivindica Putin como condición previa a cualquier negociación para un alto el fuego. Una vez fracasado el teatro diplomático organizado por Donald Trump, primero en la cita de agosto en Alaska y luego con la cumbre anulada que debía celebrarse en Budapest, el presidente ruso se dispone a ampliar su ventaja territorial.
Así, con la atención internacional disminuida, Rusia ha recrudecido su ofensiva. El día a día del este de Ucrania es un constante bombardeo de drones, a los que ahora se suman proyectiles aéreos que recorren hasta 200 kilómetros antes de impactar y arrasan viviendas a medianoche. La media se sitúa entre 200 y 300 impactos al mes. Cientos de ataques a convoyes y estaciones de tren han obligado a cortar una arteria de comunicación por ferrocarril con Donbás, tras morir mil trabajadores de la compañía. El pasado agosto, la ONU calculaba unos 13.800 civiles ucranios muertos y más de 35.000 heridos. Una estimación estadounidense cifra en medio millón de personas los muertos y heridos militares sumados de ambos bandos. Otras estimaciones los elevan a un millón. El frente está sembrado de decenas de miles de cadáveres sin contabilizar.
Europa no puede fiar la solución a la estrategia negociadora de Trump, que ha sido desastrosa desde el primer día. Guiada por la afinidad con Putin y la antipatía hacia Zelenski y la Unión Europea, siempre ha entregado la iniciativa a Moscú y practicado una falsa equidistancia que castiga a los aliados, los margina de las negociaciones y premia a quien debía ser su enemigo, convertido en interlocutor privilegiado. Si ha tardado nueve meses en echar mano de los instrumentos de presión económica, como es la prohibición de compras de gas y petróleo, para llevar al Kremlin a sentarse en la mesa de negociación, apenas ha necesitado unos pocos días para demostrar su incongruencia, cuando ha eximido de tal obligación a Hungría, por simple afinidad ideológica con el primer ministro Viktor Orbán. La exención húngara es un regalo para Putin.
Supone una demostración más de que Washington no es fiable. Se suma a la denegación de los misiles Tomahawk que Ucrania necesita para defenderse de la ofensiva aérea cada vez más intensa con la que Moscú pretende destruir sus infraestructuras energéticas y desmoralizar a la población. La incoherencia del presidente de Estados Unidos le ha llevado, al mismo tiempo que se niega a implicarse con más decisión en Ucrania, a incendiar irresponsablemente la opinión internacional con su pretensión de realizar ensayos de detonaciones nucleares. Como era de esperar, Putin ha entrado inmediatamente en la subasta, anunciando que no faltarán los ensayos rusos si los hay estadounidenses.
Las exhibiciones del arma nuclear, aunque sean meramente verbales, solo aprovechan a quien las utiliza para obtener ventajas en la guerra convencional, como es el caso de Putin en Ucrania, donde desenfunda la retórica del apocalipsis para inhibir la ayuda militar de los aliados a Ucrania. Sacar a pasear la amenaza nuclear solo favorece a Putin. En medio de la distracción, en Ucrania la muerte y la miseria se siguen extendiendo. Ambos países se preparan para una guerra de años. Si se saca del foco internacional y baja la presión sobre Rusia, Europa corre el riesgo de que sus ciudadanos acaben por normalizar una guerra a gran escala en el continente que podría, cronificada a baja intensidad, continuar sin fin.