El debate | ¿Debe incluirse el derecho al aborto en la Constitución?
La ofensiva ultraderechista, acompañada por sectores del PP, para añadir trabas a la interrupción voluntaria del embarazo, ha hecho que el PSOE se sume a la idea de blindar ese derecho en la Ley Fundamental, como ya sucede en Francia
El pasado verano se cumplieron 40 años de la despenalización del aborto en España. Desde entonces, sucesivas reformas legislativas y sentencias del Tribunal Constitucional han convertido la interrupción voluntaria del embarazo en un derecho de las mujeres. Todo este proceso ha sido contestado por la Iglesia católica ...
El pasado verano se cumplieron 40 años de la despenalización del aborto en España. Desde entonces, sucesivas reformas legislativas y sentencias del Tribunal Constitucional han convertido la interrupción voluntaria del embarazo en un derecho de las mujeres. Todo este proceso ha sido contestado por la Iglesia católica y distintas organizaciones que exigen la reversión de este camino. Cuentan con el apoyo, tácito o explícito, de la ultraderecha y de sectores del PP. Ante el auge del estos últimos en los sondeos, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha hecho suya una propuesta ya puesta en práctica en Francia: blindar en la Constitución el derecho al aborto. La exsecretaria de Estado Lilith Verstrynge y la catedrática de Derecho Constitucional Ana Carmona discuten si esto es posible y deseable en el ordenamiento jurídico español.
Un derecho que debe gozar de la máxima protección
Lilith Verstrynge Revuelta
El pasado 4 de marzo, Francia se convirtió en el primer país del mundo en incorporar el derecho al aborto en su Constitución. La enmienda fue aprobada por una amplísima mayoría en el Congreso del Parlamento Francés: 780 votos a favor y solo 72 en contra. En un país en el que la inestabilidad política está a la orden del día y los gobiernos caen en una noche, la política fue capaz de reflejar un amplio acuerdo social.
Históricamente, el Frente Nacional ha tenido una posición zigzagueante con respecto al aborto. Pero fue en 2022, cuando, como respuesta a la derogación de Roe contra Wade en Estados Unidos, Marine Le Pen aceptó, en el marco del debate francés impulsado por los Verdes, constitucionalizar la ley Veil de 1975. Con su planteamiento decía querer preservar el marco legal existente evitando, al mismo tiempo, abrir la puerta a “interpretaciones expansivas”. Durante el debate parlamentario, Le Pen argumentó que, aunque personalmente no consideraba el aborto una “solución deseable” —“es un drama y siempre lo será”, decía Simone Veil—, su protección jurídica debía quedar asegurada frente a “posibles retrocesos”. Reagrupamiento Nacional trataba así, una vez más, de proyectar una imagen de responsabilidad institucional y distanciarse de los sectores más reaccionarios. A pesar de que Europa es la región del mundo donde el derecho al aborto goza de un consenso más amplio, la iniciativa francesa era totalmente pionera. Francia es un espejo inevitable para España.
A la reciente propuesta de Pedro Sánchez de blindar el derecho al aborto en la Constitución (como le habían sugerido en reiteradas ocasiones sus socios de Gobierno) le siguió de inmediato el portazo del Partido Popular. “Que se olvide”, respondió Alberto Núñez Feijóo. No hay debate posible con Sánchez o el gobierno de coalición, porque cualquier tema, sea el aborto, la reducción de jornada o Palestina, resultaría ser una cortina de humo para no hablar de los casos judiciales.
Más allá de declaraciones políticas coyunturales, hay diferencias notables entre Francia y España. En el caso español, el aborto sigue siendo un asunto donde la Iglesia y la religión católica pesan todavía de manera decisiva en la posición de la derecha y la ultraderecha, a diferencia de Francia, donde su derecha se reconoce casi plenamente en la laicidad del Estado. Sin embargo, no deja de ser sorprendente que, en España, donde la ola feminista se convirtió en un faro a nivel internacional; donde la movilización electoral de las mujeres impidió que la extrema derecha llegase al gobierno el pasado 23 de julio y también en un país con un “moderadísimo” Partido Popular en la oposición liderado por Alberto Núñez Feijóo, sea imposible siquiera plantear el debate sobre la constitucionalización del aborto porque, simplemente, “los números no dan”.
Desde luego, lo que sí “da” es la composición ideológica de la sociedad española: las encuestas muestran que el 83% de los ciudadanos apoya el derecho al aborto y que, incluso entre los votantes del PP y de Vox, ese respaldo supera el 60%. Podría parecer, por tanto, que el problema no reside en la sociedad, sino en la actitud de las diminutas élites políticas conservadoras. ¿Serán las mismas que, durante años, cruzaban la frontera porque ellas sí podían permitirse el gasto de un aborto en Londres o en… París? ¿Pensarán que esa hipocresía pasa desapercibida entre los votantes conservadores?
En un contexto internacional regresivo, incluso la derecha española debería comprender que el aborto es un derecho conquistado por los pueblos de Europa, inscrito en su propia tradición histórica y política. Un derecho que debe elevarse al máximo nivel normativo para gozar de la mayor protección como prevención frente a la derogación de Roe contra Wade en Estados Unidos, a las restricciones recientes en países como Hungría o Polonia y, en general, a la fragilidad de los derechos reproductivos en tiempos de crisis. Se trata, en definitiva, de asumir el aborto como un derecho consolidado —como ellos mismos reconocen en el fondo cuando se defienden al afirmar que “ya está garantizado”— y, por lo tanto, no objeto de disputa política y de futuras restricciones ante eventuales cambios de mayorías.
La constitucionalización del aborto no resolvería por sí sola los problemas estructurales de acceso y ejercicio que aún existen por las desigualdades territoriales y económicas o la objeción de conciencia médica. Pero sí supondría un avance normativo relevante —incluir el derecho al aborto entre aquellos que merece la máxima protección— y un mensaje al conjunto de la ciudadanía española. El cierre en banda del PP revela su más que dudoso compromiso con este derecho.
Un deseo, más que una posibilidad
Ana Carmona Contreras
La polémica decisión del alcalde de Madrid de apoyar una iniciativa de Vox para imponer a los médicos de los servicios municipales la obligación de informar sobre un pretendido “síndrome postaborto” a las mujeres que deseen interrumpir su embarazo ha vuelto a situar en el centro del debate público la siempre espinosa cuestión del aborto. El rotundo rechazo suscitado por tal iniciativa en el ámbito sanitario, puesto que el referido síndrome carece de base científica, así como la evidente incomodidad generada en ciertos sectores de la Ejecutiva nacional del Partido Popular, que retiró su inicial respaldo a la postura del alcalde, han resultado determinantes para que José Luis Martínez Almeida haya rectificado, desdiciéndose de su primer posicionamiento. Este cambio sobrevenido, sin embargo, ha resultado insuficiente para apagar las alarmas encendidas en torno a la irreversibilidad del reconocimiento y protección del aborto en nuestro ordenamiento. Y así, aunque en la actualidad aquel está legalmente garantizado y, asimismo, el Tribunal Constitucional ha reforzado su estatus, considerándolo un derecho fundamental directamente conectado con el libre desarrollo de la personalidad de las mujeres que los poderes públicos deben tutelar (sentencia del TC 44/2023), el Gobierno ha anunciado su intención de incorporarlo a la Constitución.
La finalidad que persigue esta iniciativa —en sintonía con lo aprobado por el último Congreso Federal del PSOE— es clara: neutralizar el riesgo de retroceso, ya sea en sede legislativa o por vía judicial. Un temor a la involución que se ha materializado ya en el caso de los Estados Unidos tras la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Dobbs (2022). En la misma, recurriendo a una interpretación originalista vinculada al proceso constituyente (1787), se ha revertido una asentada jurisprudencia que, desde la sentencia Roe contra Wade de 1973 avalaba la constitucionalidad de la garantía federal del derecho al aborto en el sistema norteamericano. Marcando una neta diferencia con esta interpretación reductiva, en 2024 se aprobó en Francia una pionera reforma constitucional, auspiciada por el presidente Emmanuel Macron, avalada por una amplísima mayoría parlamentaria (780 votos a favor y 72 en contra), mediante la que el derecho a la interrupción del embarazo se incorpora a su Norma Suprema.
Una vez trazado el contexto de referencia en el que se enmarca la iniciativa anunciada por el Gobierno español, a continuación, lo que procede es interrogarse sobre su viabilidad práctica, calibrando la probabilidad de culminarse con éxito. Para despejar tal incógnita es preciso atender a las disposiciones que sobre su reforma incorpora la Constitución. En este sentido, la primera cuestión a considerar es que la directa vinculación del aborto con el derecho fundamental a la integridad física y moral, recogido por el artículo 15 de la Constitución, impone que la modalidad de reforma constitucional a seguir sea la “agravada”, esto es, la prevista en el artículo 168. A partir de ahí, no cabe ignorar que esta vía de reforma resulta extraordinariamente compleja. Su puesta en marcha requiere (fase de iniciativa) una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. De lograrse dicho apoyo, el siguiente paso es la inmediata disolución de las Cortes Generales y la celebración de elecciones. Posteriormente, una vez constituidas las nuevas Cámaras, ambas deben ratificar nuevamente la iniciativa de reforma previamente aprobada. A continuación, comienza la discusión parlamentaria propiamente dicha. Una vez aprobado el texto del proyecto de modificación constitucional por la mayoría de dos tercios del Congreso, es el turno del Senado, que deberá discutir y sacar adelante dicho texto con un contenido similar y por idéntica mayoría. Concluida con éxito la tramitación parlamentaria, el siguiente paso es la convocatoria preceptiva de un referéndum de ratificación popular, cuyo resultado tiene carácter vinculante. La palabra final, pues, corresponde a la ciudadanía, dando su aval o rechazando la reforma aprobada en las Cortes.
La dificultad del procedimiento, así como el alto nivel de exigencia de las mayorías parlamentarias necesarias, hacen de esta una vía muy difícilmente transitable, lo que explica que nunca se haya utilizado. Una genérica percepción de fondo que se confirma atendiendo al específico contexto político actual, caracterizado por la fragmentación entre las fuerzas que integran la mayoría de gobierno, por un lado, y la acusada polarización entre estas y la oposición, por otro. Lograr el consenso político reforzado que requiere el tema planteado, en tanto que condición necesaria para superar la fase parlamentaria de iniciativa de reforma constitucional, no parece factible, lo que aboca al fracaso ya de entrada la operación anunciada por el Ejecutivo, limitando su virtualidad al terreno del deseo, no de la realidad.