El cuchillo de Putin
Las injerencias y provocaciones de Rusia ponen a prueba la respuesta europea mientras Trump se lava las manos respecto a Ucrania
A Ucrania solo le queda Europa. Y Europa solo se tiene a sí misma. La guerra desencadenada por Vladímir Putin ha revelado no solo la brutalidad de la maquinaria bélica rusa, sino también la fragilidad de la alianza occidental desde que Donald Trump volvió al poder. Y de paso, la soledad a la que se enfrenta Kiev en su lucha por la supervivencia. Volodímir Zelenski lo expresó con claridad el miércoles ante la Asamblea General de la ONU: “No hay garantías de seguridad salvo las armas y los amigos”. Tras el último giro de Trump, cada vez es menos seguro que pueda contar con ambas cosas al nivel de antaño.
Si hace unos meses el mandatario estadounidense defendía una solución basada en la fórmula “paz por territorios” —proponiendo que Ucrania claudicara a las exigencias de Putin y cediera a Rusia la región de Donbás para poner fin al conflicto— ahora asegura que Ucrania podría recuperar todo el territorio ocupado y volver a sus fronteras originales. Pero lejos de asegurar el respaldo incondicional de la Casa Blanca a esa estrategia lo hace desentendiéndose de su desarrollo práctico. En sus propias palabras, Washington venderá armas a la OTAN para que esta haga con ellas “lo que quiera”.
Fiel a su estilo, tras las declaraciones altisonantes, la arrogancia y los giros de guion, el presidente de EE UU ha optado por abandonar momentáneamente el escenario, lo que no hace sino aumentar la decepción y la desconfianza de los aliados. Su “buena suerte a todos” final dirigido a la Alianza puede convertirse en el triste epitafio a una histórica colaboración entre ambas orillas del Atlántico.
Para intranquilidad de Europa, todo esto sucede cuando los incidentes con drones y aeronaves rusas sobre los cielos de Lituania, Estonia, Polonia, Bulgaria o Rumania, así como los misteriosos episodios vividos en aeropuertos civiles y militares de Dinamarca o Noruega, han encendido las alarmas. La ministra de Defensa de Lituania ha solicitado a España y al resto de la OTAN que la misión de “policía aérea” se transforme en otra de “defensa aérea” activa, es decir, con capacidad para derribar aviones enemigos. Esta petición se produce después de que un dron ruso cargado de explosivos sobrevolara la capital de su país, Vilna. Parece evidente que Putin está probando los límites de la respuesta aliada, desafiando a la coalición militar y poniendo a prueba su determinación.
Mientras líderes y analistas evocan los peores episodios de la Guerra Fría y discuten estrategias y líneas rojas, la población ucrania vive una tragedia que corre el peligro de pasar inadvertida para la opinión pública occidental. Desde el inicio de la invasión, el 24 de febrero de 2022, han muerto casi 100.000 ucranios (unos 80.000 combatientes y 14.000 civiles, según datos de Naciones Unidas). Entre los últimos, es especialmente sangriento el impacto sobre las personas mayores, que representan el 25% de la población, pero concentran el 41% de las víctimas mortales. Un ejemplo desgarrador se vivió el 9 de septiembre, cuando una bomba guiada mató a 24 jubilados que hacían cola para cobrar la pensión.
A esta crisis se suma el drama de los niños secuestrados por el ejército ruso. Está documentado el traslado forzoso de 35.000 menores a territorio controlado por el Kremlin, donde muchos reciben entrenamiento militar y adoctrinamiento. El desplazamiento forzoso de civiles ha alcanzado, además, niveles históricos: ACNUR estima que 6,1 millones de ucranios han buscado refugio en Europa, lo que convierte a Putin en el responsable del mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial. Cerca de un tercio de la población ha tenido que abandonar su hogar, una cifra que refleja la magnitud del desastre.
Rusia ha demostrado de sobra que su ambición no se limita a Ucrania, y cada dron que sobrevuela Vilna, cada avión espía que viola el espacio aéreo báltico, cada injerencia es un aviso de lo que podría venir. Putin lleva años preparando su industria y su economía para la guerra. Al menos desde que en 2014 se anexionara ilegalmente Crimea sin oposición occidental. Cuenta además con la complicidad de China y la India, y con la indisimulada admiración que, pese a todo, le profesa Donald Trump, como se demostró este verano en la aciaga cumbre de Alaska. Si la ciudadanía europea no toma conciencia de la magnitud de la amenaza y sus representantes no actúan con determinación, Ucrania podría no ser la última víctima del expansionismo del presidente ruso.