Días de aquel septiembre
Caminábamos como fantasmas y parecía que el hedor asesino del franquismo nos dificultaba la respiración
Nunca se extingue el hedor de aquellos días. Han pasado 50 años y quienes éramos muy jóvenes entonces lo hemos preservado en una zona particular de la memoria que es inmune al tiempo, y que rebrota para infectarlo todo de nuevo, para revivir aquella sensación extrema de asco y de impotencia y sórdida resignación. ...
Nunca se extingue el hedor de aquellos días. Han pasado 50 años y quienes éramos muy jóvenes entonces lo hemos preservado en una zona particular de la memoria que es inmune al tiempo, y que rebrota para infectarlo todo de nuevo, para revivir aquella sensación extrema de asco y de impotencia y sórdida resignación. Todo pasó más rápido de lo que ahora se recuerda: los verdugos tenían prisa por culminar su infamia, sabiendo ellos mismos que era tan monstruosa que también hacía falta que fuera cuanto antes irreparable. El 17 de septiembre se hicieron en pocas horas los consejos de guerra, el 26 se confirmaron las cinco penas de muerte; 12 horas más tarde caía abatido el último de los ejecutados Xosé Humberto Baena, delante de un foso de tierra pelada que en las fotos de 50 años después sigue supurando un horror sin palabras, sin posibilidad de simbolismos heroicos ni redentores, ni de forma alguna de consuelo. No hay una inscripción, ni una lápida. Pero ese mismo despojamiento vuelve más sobrecogedor ese lugar neutro contra el que una vez se recortaron las tres figuras sucesivas, de los fusilados, hombres jóvenes, despeinados, vestidos de cualquier manera, con las señales de la tortura y la prisión, con los ojos abiertos para mirar de frente, no al amanecer, sino en la luz hiriente de las nueve y las diez de la mañana de septiembre tardío, de veranillo de San Miguel.
Salía uno a la calle en Madrid y era como si no hubiera sucedido nada. Junto al asco y la impotencia sin esperanza nos había alentado algo la idea de que el régimen no se atrevería a llegar tan lejos en su voluntad sanguinaria, en contra de la indignación de medio mundo, las protestas diplomáticas internaciones, las manifestaciones populosas en todas las capitales de Europa. Hasta el Papa había pedido clemencia públicamente desde el balcón de la plaza de San Pedro. Pero el tirano beato que rezaba cada tarde el santo rosario en la mesa camilla ni siquiera respondió a la llamada por teléfono que Pablo VI le hizo unas horas antes de la señalada para las ejecuciones. El Papa llamó al palacio del Pardo a las cuatro de la madrugada, pero Franco se había ido a la cama bien temprano esa noche, como era su costumbre, y dejó instrucciones al servicio de no ser molestado por ningún motivo.
He encontrado este detalle en un libro que no he podido dejar desde el momento en que leí la primera página, El verano de los inocentes, de Roger Mateos, que contiene encapsulada toda la angustia y toda la fealdad de aquel septiembre. Salíamos insomnes y aturdidos a la calle y la normalidad de lo cotidiano era otra injuria. Cruzábamos una mirada con otras personas cabizbajas, pero era una mirada huidiza de miedo y de vergüenza. Recordaré siempre el titular de primera página de un periódico servil: “HUBO CLEMENCIA”. Era la extraña clemencia de haber fusilado solo a cinco personas, en vez de a las 10 que estaban condenadas a muerte.
Hay una ansiedad peculiar en quien se obsesiona con investigar una época que sucedió unos años antes de su nacimiento y del comienzo de su memoria. Roger Mateos nació en 1977, y la frontera temporal a la vez cercana e insuperable que lo separa del tiempo de su indagación parece que lo incita a querer traspasarla. Busca a testigos y a supervivientes, los asedia a preguntas, les escribe, los llama por teléfono; busca en los archivos tétricos de la represión franquista y se fatiga los ojos en las toscas pantallas y en las páginas microfilmadas de las hemerotecas, en las imágenes de recónditos documentales que casi nadie ha podido ver, pero en las que él está seguro de que va a encontrar el indicio definitivo que le guíe hacia la solución del enigma que busca: la verdad que callan los que podrían contarla y se han conjurado para no decir nada; el tono y el tacto del tiempo no vivido por él, hacia el que enfoca con una fiebre inseparable las facultades de su inteligencia indagadora y de su imaginación. Hay que saber las cosas como fueron y hay también que saber imaginarlas, porque de otro modo no podrá uno acercarse a lo que es necesario y también es imposible, la conciencia, las percepciones, los pensamientos de las víctimas y también de los verdugos.
Con una ambición como de novelista antiguo, Roger Mateos traza el retrato de los personajes bien reales y de los escenarios diversos en los que sucede cada uno de los episodios de la historia: las pensiones mustias de Madrid, los pisos clandestinos con las paredes insonorizadas con cartones en las que se imprime la propaganda, los sótanos y los despachos de la DGS en los que reinan los profesionales de la tortura, la casa de Ginebra en la que vive como un tranquilo matrimonio burgués la pareja que dirige a distancia y sin ningún peligro a los militantes torpes y acosados que se juegan la vida en el interior. Desde la aséptica lejanía de Ginebra, la cúpula de la organización dictamina que ha llegado el momento de emprender la lucha armada que derribará al Régimen y empujará a “las masas” a lanzarse a la revolución siguiendo las banderas del auténtico marxismo-leninismo. Unos militantes que tienen una pistola y unas cuantas balas guardadas en una caja de cerillas, pero no un coche, ni un plan de huida, dan vueltas por Madrid y ven a un policía que monta guardia aburrido a la entrada de unas oficinas de Iberia. Solo uno de ellos sabe conducir. Encuentran un Seat 127 aparcado y con las llaves puestas. Roban el coche, dan vueltas para familiarizarse con el trazado de las calles. Es una noche sofocante de julio. El policía está impaciente porque ya pasan de las diez y aún no se ha presentado el compañero que debe relevarlo en la guardia. Entonces, unos jóvenes se acercan a él y uno le apunta con una pistola, pero es muy torpe o el arma es vieja y se encasquilla. Hace un intento más, muy nervioso, y ahora, para su sorpresa y tal vez su espanto, la pistola dispara una y otra vez, y el policía cae derribado en la acera.
Su posible ejecutor, el acusado y condenado Xosé Humberto Baena, se va convirtiendo en el protagonista de la historia. Hay una doble imagen de él: en una foto juvenil que sería la de su primer carnet de identidad, un muchacho flaco y formal con cara de estudioso, con chaqueta y corbata; la otra foto es la de la ficha policial, solo unos años más tarde: la cara atezada, como por la dureza carcelaria, el pelo sucio y revuelto, la mirada fija y perdida, uno de aquellos bigotes largos y caídos de los años setenta. La vida breve, fugitiva, rebelde de Xosé Humberto Baena, su probable inocencia, su designación como chivo expiatorio, la abismal injusticia de su fusilamiento, son el centro narrativo y moral de la investigación de Roger Mateos, y también el límite del misterio que no llega a resolverse. Ni la policía ni los jueces tenían interés alguno en establecer la verdad, sino tan solo en encontrar víctimas para su venganza. Del otro lado, entre los veteranos de la resistencia clandestina, tal vez hay quien sigue callando, al cabo de medio siglo. Y quizás hay también quien guarda todavía en secreto, como un tumor lento, el remordimiento de haberse salvado al caer sobre Baena la culpa que a él le habría correspondido.
Hay incertidumbres que no están permitidas en una novela. Pero hay sobre todo la certeza de la podredumbre de una tiranía que no dejó nunca de matar, hasta sus penúltimos días. Íbamos como fantasmas por la calle y parecía que el hedor nos dificultaba la respiración y se nos pegaba a la ropa.