UE: unidad estratégica o irrelevancia
La falta de coordinación entre países en ciberseguridad, la escasa protección frente a injerencias externas y la lentitud en responder a campañas de desinformación debilitan la UE desde dentro
En el léxico político de Bruselas, pocas expresiones han escalado tan rápidamente como la de “autonomía estratégica”. Lo que hace apenas una década era un término reservado a círculos académicos o militares, se ha convertido en uno de los pilares del discurso institucional de la Unión Europea. ...
En el léxico político de Bruselas, pocas expresiones han escalado tan rápidamente como la de “autonomía estratégica”. Lo que hace apenas una década era un término reservado a círculos académicos o militares, se ha convertido en uno de los pilares del discurso institucional de la Unión Europea. Desde la Comisión presidida por Ursula von der Leyen hasta el Consejo Europeo, pasando por los Estados miembros, todos repiten el mantra: Europa necesita ser autónoma, resiliente, soberana. Sin embargo, cuando se analiza cómo se está construyendo esa autonomía, el entusiasmo se diluye. Hay más relato que transformación, más diagnósticos que soluciones y, sobre todo, más fragmentación que coherencia.
La autonomía estratégica es, sin duda, una ambición legítima. Europa ha aprendido que no puede depender estructuralmente de actores externos para cuestiones tan sensibles como la defensa, la energía, la tecnología o el acceso a materias primas. La pandemia de la Covid-19, la invasión a gran escala rusa de Ucrania, el ascenso de China y la imprevisibilidad política en Estados Unidos han dejado claro que la globalización no es sinónimo de estabilidad ni de seguridad. De hecho, si para algo tiene que servir esta toma de conciencia es para poder actuar en consecuencia. Por el momento, sin embargo, la UE avanza con paso titubeante en un mundo que se mueve mucho más rápido que los procesos de toma de decisión comunitarios.
Una de las dificultades a la hora de consolidar la autonomía estratégica europea es que el concepto en sí mismo es políticamente elástico. Para algunos, sobre todo en Francia, significa tener la capacidad de actuar militarmente sin depender de la OTAN, se trata en este caso no ya de autonomía sino de una verdadera soberanía estratégica. Para otros, como los países bálticos o Polonia, equivale a reforzar la industria de defensa sin tocar el paraguas de seguridad estadounidense, incluso a pesar de la creciente “inseguridad transatlántica”. Mientras que, para algunos actores económicos, se traduce simplemente en relocalizar cadenas de suministro críticas o reducir la dependencia tecnológica.
Esta ambigüedad conceptual ha permitido un consenso superficial, pero también ha impedido que se tomen decisiones estructurales de calado para avanzar en dicha autonomía. Se ha preferido la vaguedad estratégica al conflicto político. Pero sin definir qué tipo de autonomía se busca, para qué se quiere y hasta dónde se está dispuesto a llegar, el riesgo es que cada país interprete el concepto según su conveniencia, algo que no sólo ralentiza la integración, sino que erosiona la credibilidad del proyecto ante sus propios ciudadanos. Nadie se atreve a abrir la caja de Pandora de la verdadera integración política que comenzaría por completar Maastricht, esto es, avanzar en la unión fiscal y de capitales. En un mundo de competencia imperial la gran desventaja con la que cuenta la UE es que no es un Estado.
En el ámbito de la seguridad y defensa, la UE ha lanzado proyectos ambiciosos como el Fondo Europeo de Defensa, la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO) o, más recientemente, el plan Readiness 2030, y que aspira a movilizar hasta 800.000 millones de euros en capacidades militares. Sin embargo, más allá de los titulares, los avances han sido limitados.
La fragmentación industrial, la falta de interoperabilidad, las duplicidades y la extrema dependencia de armamento estadounidense siguen siendo obstáculos estructurales. El grueso de las compras en materia de armamento se continúa realizando fuera de la UE, especialmente a empresas norteamericanas, algo que continuará sucediendo de manera más acusada tras los recientes acuerdos alcanzados por Von der Leyen con Trump, acuerdos que contradicen el propio plan lanzado por la Comisión. Y todo ello al tiempo que la participación conjunta en programas de defensa continúa siendo muy marginal. España, por ejemplo, ha apostado por el proyecto FCAS (el avión de combate del futuro) junto con Francia y Alemania, pero la iniciativa ha sufrido retrasos, disputas industriales y tensiones sobre el reparto tecnológico. Si incluso entre los grandes socios europeos cuesta acordar un proyecto común, es difícil imaginar una política de defensa compartida a escala continental.
Además, la autonomía estratégica en defensa está condicionada por una realidad incómoda: la OTAN sigue siendo el garante de seguridad en Europa. Si algo ha demostrado la guerra en Ucrania es la dependencia de EEUU para capacidades críticas como inteligencia, logística, transporte estratégico o defensa aérea. Ursula von der Leyen ha insistido en que autonomía y OTAN son conceptos compatibles, pero, en la práctica, esa compatibilidad se traduce en una extrema dependencia estructural y una subalternidad estratégica más que evidente.
A lo anterior habría que sumar que la UE no tiene ninguna empresa entre las diez mayores del mundo en inteligencia artificial, semiconductores o plataformas digitales. Su dependencia de Estados Unidos y Asia en microprocesadores, baterías, tecnologías cuánticas o servicios en la nube sigue siendo profunda. Las inversiones en I+D están muy por debajo de las de China o EE. UU., y la fragmentación del mercado único digital impide avanzar en innovación con la rapidez necesaria. Y lo mismo sucede en el caso del acceso a materias primas críticas, esenciales para la transición verde y digital.
De este modo, para que la autonomía estratégica no sea solo un ejercicio defensivo, la UE debe adoptar un concepto holístico de seguridad que reconozca la interdependencia entre defensa, economía, salud pública, ciberseguridad, seguridad energética, climática y alimentaria. El paradigma tradicional centrado exclusivamente en el poder militar ya no basta. Este enfoque integral debería permitir a la UE prepararse para múltiples escenarios que van desde pandemias hasta apagones energéticos, pasando por ciberataques, desinformación masiva o disrupciones climáticas. Además, la autonomía estratégica estará incompleta sin resiliencia social, cohesión interna, seguridad digital y soberanía tecnológica. Es decir, no basta con más tanques o satélites, hacen falta estructuras civiles robustas, vigilancia democrática y una ciudadanía informada.
En este marco, resulta urgente que la UE se dote de mecanismos eficaces para hacer frente a los conflictos híbridos. La vulnerabilidad del marco europeo queda al descubierto ante ataques no convencionales como los que se han visto en el caso de las elecciones rumanas o, más recientemente, con el incidente del GPS del avión de Von der Leyen. La falta de coordinación entre Estados miembros en ciberseguridad, la escasa protección frente a injerencias externas y la lentitud en responder a campañas de desinformación son fallos que debilitan la autonomía estratégica desde dentro. Fortalecer la seguridad híbrida significa mejorar la inteligencia compartida, blindar las infraestructuras críticas, desarrollar capacidades de respuesta rápida y reforzar la resiliencia democrática. A estas horas a la luz está que la autonomía estratégica no solo se juega en los campos de batalla tradicionales, sino también en el terreno invisible de la manipulación digital, la seguridad informativa y en el desarrollo de una soberanía cognitiva que le permita gestionar su propio conocimiento y decisiones en el ámbito digital
Pero para poder avanzar en lo anterior es imprescindible que exista un liderazgo político europeo con la valentía suficiente como para mostrar una firmeza, hasta ahora ausente, en la defensa de lo que en algún momento se ha dado en llamar “valores europeos”. Gaza está mostrando la ausencia de tal liderazgo y lo que es más grave, la ausencia de una coherencia política que es la que otorga la credibilidad necesaria, entre las opiniones públicas, pero también en el denominado Sur Global. Sin esa coherencia es imposible dar la batalla contra una creciente fragmentación interna caracterizada por el auge de la extrema derecha, las tensiones migratorias, la crisis climática y la desafección ciudadana, algo que, sin duda, complica aún más la construcción de un proyecto geopolítico común que se desarrolle en comunidad política democrática y socialmente cohesionada. De otro modo, lejos de avanzar hacia una UE más soberana y autónoma, lo que se ve en el horizonte es una UE reactiva, dividida y sumida en una total irrelevancia estratégica.