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Gramsci en Washington

La retórica trumpista convierte a los adversarios políticos en enemigos, en una amenaza a la supervivencia de la nación

La hegemonía cultural favorece a quien mejor entiende el poder. Gramsci, intelectual comunista muerto en las cárceles de Mussolini, explicó cómo las ideas conquistan el poder antes que los votos. Ochenta años después, y apenas tres días después de su investidura, ...

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La hegemonía cultural favorece a quien mejor entiende el poder. Gramsci, intelectual comunista muerto en las cárceles de Mussolini, explicó cómo las ideas conquistan el poder antes que los votos. Ochenta años después, y apenas tres días después de su investidura, el presidente Trump afirmaría: “Lo que el mundo ha presenciado en las últimas 72 horas no es nada menos que una revolución del sentido común”. La izquierda perdía la batalla más importante, la que se libra en nuestras cabezas. El reciente asesinato del joven activista Charlie Kirk (eso que Gramsci llamaría un “intelectual orgánico” de la derecha MAGA) ilustra cómo opera esta “revolución”, demostrando cómo el trumpismo ha aprendido a instrumentalizar cualquier tragedia.

El caso revela la estrategia dual de cerco del trumpismo. Desde fuera, construye una legitimidad cultural alternativa con activistas, influencers y redes que desacreditan las instituciones; dentro, captura posiciones de poder formal para convertir esas instituciones en apéndices del movimiento. Cuando Pete Hegseth dirige oraciones militares por el activista asesinado, no actúa como secretario de Defensa sino como miembro de la familia MAGA: el ejército convertido en extensión del movimiento. Es más siniestro que el tradicional nepotismo político, pues convierte instituciones públicas en espacios privados de la red trumpista. La respuesta al asesinato siguió un patrón predecible. Trump, sin esperar evidencia, culpó a la “violencia política de extrema izquierda”. Stephen Miller, subdirector de su Administración, pidió “derrotar al demonio que se llevó a Charlie de este mundo”. Musk dijo: “La izquierda es el partido del asesinato”. Bannon lo completó: “Estamos en guerra”.

Su retórica torna adversarios políticos en enemigos existenciales. No se trata de diferencias sobre impuestos o inmigración, sino de una amenaza fundamental a la supervivencia de la nación. Cuando se define toda una corriente política como inherentemente violenta, cuando el conflicto se presenta como una guerra total, la coexistencia democrática es imposible. El otro no puede ser derrotado electoralmente porque es un rival ilegítimo, una fuerza destructiva que debe ser eliminada. Frente al “enemigo total” que amenaza la civilización, cualquier límite a la represión es complicidad, pues si realmente están “en guerra con la familia y la naturaleza”, ¿por qué respetar sus derechos? La totalización del enemigo justifica la totalización de la respuesta. Trump ya ha prometido un “plan integral contra la violencia doméstica” que apunta a sus opositores políticos. La interpretación político-cultural de un crimen justifica la acción represiva antes de que haya prueba alguna. El Estado ya no es garante de la ley sino brazo ejecutor de una narrativa. Es el perfecto gramscismo autoritario: establecen un marco interpretativo (la izquierda es violenta), cada evento confirma ese marco (el asesinato de Kirk) y, finalmente, se justifica la represión real (el plan contra la violencia doméstica). Pero lo que ocurre interpela a todas las democracias: ¿cómo defender un sistema basado en el disenso legítimo cuando una facción logra redefinir el disenso como traición? El gramscismo autoritario no destruye la democracia de una vez: la vacía manteniendo las formas mientras subvierte su contenido. El riesgo, que es también una amenaza tentacular en Europa, no es el golpe militar tradicional sino la captura gradual del sentido común. Justo hasta que la represión no sólo parezca legítima, sino inevitable.

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