Lo que cuesta sacarse un título universitario
Los lectores escriben sobre los sacrificios del esfuerzo académico, la masacre en Gaza y el gesto de poner crema solar
Soy de esos universitarios que se encerraba en casa en época de exámenes, perdiéndose ferias y fiestas. De los que buscó un curro de fin de semana para poder estudiar. De los que tenía miedo a suspender por lo de perder la beca. De los que a nunca le han dejado trabajar en aquello para lo que se formó. De los que tuvo que irse fuera para ver un contrato digno. De los que tuvo que opositar porque con el mero título no le servía para trabajar. De esos cuyos padres se privaron para que pudiera optar a una vida mejor. De los que sufrieron las múltiples reformas educativas que solo hicieron empeorar la situación. De los que encadenan interinidades, de los que no les dio la nota para la carrera que le gustaba. Por eso, me parece un insulto superlativo que aquellos que se supone nos representan y dirigen mientan presumiendo de unos títulos que no tienen o que no existen. Ser universitario es algo muy especial, no siempre recompensado y no siempre valorado. Ellos y sus titulitis.
Luis Oncala. Algeciras (Cádiz)
Cómo es posible
Leo las cartas que escriben a diario los lectores, los editoriales, los artículos de opinión, las noticias sobre el genocidio de Gaza. Firmo manifiestos exigiendo a las autoridades europeas que paren la masacre, acudo a manifestaciones y concentraciones de repulsa. Veo y oigo cómo se lleva el viento las declaraciones de los intelectuales, las tímidas tomas de posición de la ONU, de la Unión Europea y la comunidad internacional, la iniciativa de Sudáfrica y el impulso decidido del grupo de La Haya… No quiero mirar para otro lado y me uno a iniciativas ciudadanas que llaman al boicot a los productos israelíes. Pero nada surte ningún efecto tangible que contrarreste el apoyo absoluto de la primera potencia mundial. Y asisto a una dolorosa sensación de impotencia colectiva de la que no me quiero contagiar. Por eso, muchos no dejamos de pensar en cómo vamos a mirar a nuestros hijos y nietos cuando nos pregunten qué hicimos nosotros y por qué nadie supo o quiso detener de verdad el exterminio del pueblo palestino.
Luis de Luxán Meléndez. Porrúa-Llanes (Asturias)
¿Te pongo crema?
Hay gestos que, sin grandes alardes, resumen lo humano. En nuestras playas, entre el rumor del oleaje y los cuerpos tendidos al sol, uno de ellos se repite cada verano con delicadeza ancestral: “¿Te pongo crema en la espalda?”. No es una pregunta cualquiera. Es una forma de decir “me importas”, “te cuido”, “quiero que estés bien aunque el sol arda”. Es un ritual íntimo que atraviesa generaciones: parejas jóvenes, madres e hijos, abuelos torpes con las manos temblorosas… Todos comparten esa breve ceremonia de ternura salada. Porque, en realidad, no hablamos de crema, sino de compañía, de tacto, de preocupación sin aspavientos. En un mundo que a menudo grita amor sin saber tocarlo, esta pequeña escena en silencio nos recuerda que amar también es prestar atención a la piel del otro. Me gusta pensar que, mientras el Mediterráneo lame la orilla, los cuerpos se protegen entre sí, sin palabras mayores, solo con la yema de los dedos y una frase sencilla.
Irene Soler Porta. Elche (Alicante)
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