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Boicot antes de leer

Antes de que casi nadie, fuera del mundillo periodístico y editorial, haya ni siquiera hojeado ‘El odio’, Internet ya ha dictado sentencia

El debate no puede ser más del interés de una periodista de sucesos, como quien escribe: la revictimización que supone la obra El odio, de Luisgé Martín, en la que el asesino José Bretón confiesa lo que ya sabíamos: que mató a sus dos hijos. La editorial Anagrama ya tenía el libro listo cuando la madre de los niños, Ruth Ortiz, se enteró y pidió que la publicación no saliera adelante. El caso está en los tribunales, que ahora deben dirimir un asunto complejo: donde acaba la libertad de creación y empieza el derecho al honor de esos dos niños y el dolor inaguantable de su madre, a la que incomprensiblemente nadie avisó.

La revictimización planea siempre sobre cualquier información de homicidios, asesinatos, accidentes de tráfico, violaciones… Una cara visceral de la sociedad, en la que de vez en cuando metemos las manos los periodistas, dejando una marca difícil de borrar. Por mucho que en lo primero que se piense, cuando una fuente avisa de cualquier suceso terrible (permítanme no poner los ejemplos que vienen a la mente), sea en la familia afectada y su sufrimiento.

Es casi imposible no incrementar el dolor de las personas implicadas en las noticias de sucesos. Ocurre con la violencia machista, en un accidente laboral, en uno de tráfico, en otro en la montaña, en un homicidio por una pelea, o incluso en un ajuste de cuentas por narcotráfico. Porque sí, también los traficantes tienen familia, padres, madres, hijas e hijos que van al colegio al día siguiente... El reto endiablado es cumplir con la obligación de informar, un derecho fundamental, pero con suficiente responsabilidad y ética para no añadir un dolor innecesario. Una especie de cubo de Rubik casi imposible de resolver.

Los límites son difusos y distintos en cada caso, en un área periodística muy compleja, de la que cualquier persona con sentido común huye, si puede. “¿Y si la muerta fuese tu hermana?”, preguntan muchas veces. En ese caso, se estaría llorando, no escribiendo. Pero difícilmente se puede abordar el derecho a la información, la obligación de contar lo que ocurre, como algo personal que nos involucra directamente. Nadie debería exigir a una víctima que amplíe su mirada y contemple la labor de los informadores y les agradezca que cuenten a la sociedad lo que ocurre en ella. Solo faltaba. Pero sí es necesario reivindicar esa distinción entre lo particular, lo que sufre una persona concreta, y lo general, los derechos fundamentales por los que venimos peleándonos desde hace tiempo ya, como la libertad de información, de expresión o de creación.

Eso no quita que la moda del true crime, desde hace más años de los que se pueden contar con los dedos de las dos manos, bordea los límites de la ética y de la moral. Con el afán de simular a Capote y su A sangre fría, las estanterías y las pantallas se llenan de historias, con una voluntad de entretenimiento, algunas llenas de sensibilidad y talento, y otras... no tanto. ¿Pero además supone un delito que justifique su prohibición? He ahí el complejo debate legal.

Pero hoy en día vamos siempre tarde, como el conejo de Alicia en el país de las maravillas, y se necesitan respuestas rápidas y contundentes. ¿El libro de El odio? ¿A favor o en contra? Da igual que prácticamente nadie, fuera del mundillo periodístico y editorial, lo haya leído, la Red ya ha dictado su sentencia. A través del hashtag #boicotanagrama, decenas de personas han expresado su intención de no comprar más libros de la editorial. Alegan que el asunto desborda el debate legal, porque está fuera de toda ética. Es “hacer caja” con el dolor de Ruth Ortiz y sus hijos.

Por ahora, el juez considera que carece de elementos de valoración suficientes para suspender cautelarmente el lanzamiento de El odio, previsto para el miércoles. Se verá qué hace la editorial.

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