Lo impensable: Israel y el futuro de los palestinos

El sionismo siempre ha considerado a los árabes un impedimento engorroso pero prescindible para la realización de su sueño nacional

Desplazados palestinos llegaban el martes a Ciudad de Gaza desde el sur de la Franja.MOHAMMED SABER (EFE)

El 5 de diciembre pasado, el periódico israelí Haaretz publicaba un artículo titulado “Les daremos 48 horas para irse: los planes de Israel para transferir a los habitantes de Gaza tienen 60 años”. El texto recogía las discusiones del Gabinete de aquel país en los meses que siguieron a la aplastante victoria militar en junio de 1967, en la llamada ...

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El 5 de diciembre pasado, el periódico israelí Haaretz publicaba un artículo titulado “Les daremos 48 horas para irse: los planes de Israel para transferir a los habitantes de Gaza tienen 60 años”. El texto recogía las discusiones del Gabinete de aquel país en los meses que siguieron a la aplastante victoria militar en junio de 1967, en la llamada Guerra de los Seis Días. El Gobierno de coalición de entonces era de izquierdas y lo que estaba debatiendo en privado era algo que ya se había hablado en el movimiento sionista y en la sociedad israelí: la deportación o la incitación a la emigración de cuantos más habitantes de Gaza mejor, en esos momentos unos 400.000, y anexionarse el territorio.

La conversación es muy reveladora no sólo de cómo se pensaba entonces sobre el tema, sino también de lo que puede ser el futuro del territorio y de su población en los próximos años. La futura primera ministra Golda Meir lo expresó palmariamente: “No hay otra opción. Hay que hacerlo, por la fuerza o de forma voluntaria”. El mítico y controvertido ministro de Defensa Moshe Dayan dio algunos detalles más: “Les sacamos los muebles [a la calle]. Los que quieran irse que se vayan. Si alguien no viene a hacerse cargo de sus cosas, traemos una excavadora para destruir su casa”. El ministro del Interior, Moshe Shapiro, habló de trasladar a 200.000 palestinos a El Arish (Egipto) o a Jordania. Se especuló también con forzar o convencer a los gazatíes para que fueran a Marruecos, Argelia, Irak, Brasil, Canadá, Australia, etcétera. Pero había un problema sobre el que llamó la atención el ministro de Asuntos Religiosos, Zerach Warhaftig: “Actuar por la fuerza ahora, arrastrando a los refugiados hasta los camiones, llamará la atención [mundial] sobre la Tierra de Israel y no necesitamos eso en este momento”. El obstáculo era de imagen, no de principios. La conversación continuó en los siguientes meses y años.

Se podrá pensar que esta obsesión por, y fantasía de, despoblar Gaza de palestinos fue sólo una consecuencia de la euforia causada por la victoria militar, una catarsis que había seguido a un periodo de profundo pesimismo en la sociedad israelí. Es evidente que las victorias, sobre todo las fáciles, son malas para la sensatez política. Pero los acontecimientos entonces recientes no eran la causa principal del debate; por el contrario, este entroncaba con una larga tradición dentro del movimiento sionista de considerar a los palestinos como un impedimento engorroso pero prescindible para la realización del sueño nacional. Era una lógica apoyada en consideraciones de superioridad cultural y moral propias de la mentalidad colonial europea.

En las postrimerías del siglo XIX, el padre del sionismo político, Theodor Herzl (1860-1904) explicó que el futuro Estado hebreo sería “una vanguardia de la cultura frente a la barbarie”. El polemista Max Nordau (1849-1923), famoso por su libro Degeneración (1892), se mostró confiado en que los judíos en Palestina no perderían su cultura europea para adoptar la inferior de los asiáticos, del mismo modo que los británicos no perdieron la suya en las colonias. “Haremos en el Oriente Próximo lo que los ingleses hicieron en la India”, dijo en uno de los primeros congresos sionistas, añadiendo que llevarían la civilización europea hasta las mismas orillas del río Éufrates. Con esto, no sólo dejaba claro la naturaleza inferior de los “salvajes” árabes, sino que apuntalaba la idea, todavía vigente en amplios sectores de la derecha israelí, del Gran Israel. Zeev Jabotinsky (1880-1940), el líder histórico de esta corriente, también llamada movimiento revisionista, razonó así la distancia entre judíos y árabes: “Nosotros los judíos no tenemos nada en común con el llamado Oriente, gracias a Dios”. Según estos pensadores, los judíos europeos iban a Palestina a civilizar el territorio, quizás a europeizar a sus bárbaros habitantes, pero sobre todo, compelidos por una presunta necesidad histórica, a construir un Estado en el que ellos dominarían y aquellos vivirían como una minoría agradecida, o se irían.

La rama principal del movimiento sionista que marcó la vida política antes y después de la creación del Estado de Israel, en 1948, y hasta 1977, fue de izquierdas. Fue esta la que decidió que los 700.000 palestinos expulsados o que huyeron durante la guerra de aquel año no pudiesen volver, solucionando así el problema que su presencia representaba. Sus casas fueron ocupadas por los refugiados del Holocausto que estaban llegando de Europa. En los pocos casos en los que los jueces parecía que estaban a punto de darles la razón a algunos de los refugiados y permitirles volver a sus aldeas, el ejército se apresuró a destruir sus hogares, incluso utilizando a la fuerza aérea para bombardearlos.

Esta conducta no fue la excepción. Cuando el movimiento laborista dominante se encontró ante una contradicción entre su ideología socialista y la identidad nacional, siempre se decantó por la lógica sionista, incluso si esto implicaba actuar de forma ilegal o cruel. Ello se vio claramente no sólo en el tema de los refugiados, sino en otras cuestiones menos dramáticas y más cotidianas, como excluir a la población árabe de los sindicatos (Histadrut) y su sistema de salud durante décadas, o la imposición del estado de sitio durante casi 20 años a los palestinos de nacionalidad israelí, que no sólo discriminaba a estos en sus derechos civiles, sino que también hizo posible la expropiación de sus tierras por parte del Estado.

La llegada de la derecha al poder en 1977 sólo ensombreció aún más, pero no cambió sustancialmente, la visión del Estado de Israel de sus súbditos palestinos, los que habitaban los territorios conquistados y los refugiados. Desde 1967, la política de los gobiernos de Israel había sido constante en cuanto al avance en la colonización de los territorios ocupados, la negación de los derechos civiles de los palestinos, su desposesión material y frustrar su movimiento nacional. Todo ello, mientras decían querer una paz estable y duradera. Lo que en parte es cierto, pero se referían a una paz con los gobiernos dictatoriales de la región, y todo ello a costa de la libertad y, cuando ha sido necesario, de la vida de los palestinos.

El balance es que Israel se encuentra hoy en la misma disyuntiva a la que se enfrentó el movimiento sionista a principios del siglo XX: cómo conciliar sus aspiraciones nacionales con la presencia de millones de palestinos en el territorio que desea. Después del alto el fuego, Israel seguirá desgajando y anexionándose poco a poco el territorio de Palestina y maltratando a sus habitantes, pero el dilema no desaparecerá. Las dos soluciones potenciales a la cuestión también son las mismas que entonces, y ambas son impensables. Una, discutida varias veces, y ahora parece que azuzada por Donald Trump, sería llevar a cabo una limpieza étnica masiva. La otra, que el Estado hebreo nunca ha considerado seriamente, implicaría aceptar que los palestinos tienen los mismos derechos individuales y colectivos que los israelíes, incluyendo el de la autodeterminación. La primera opción representaría una catástrofe humana y una ruina moral irremediables. La segunda, hasta ahora inconcebible para la mayoría de la clase política israelí, supondría nada menos que corregir de forma radical una historia larga, compleja y dolorosa.


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