Los hermanos Machado y la Academia
La Guerra Civil separó a los dos poetas, pero no los enfrentó
En 2024 se han cumplido 150 años del nacimiento de Manuel Machado, y en 2025 se cumplen otros tantos del de Antonio. Por eso el pasado 21 de octubre se inauguró en su Sevilla natal la exposición, a ambos dedicada, Los Machado. Retrato de familia, comisariada por Alfonso Guerra. Desde este mismo jueves puede verse en Burgos (la ciudad donde Manuel se encontraba en julio de 1936 y recibiría tres años de...
En 2024 se han cumplido 150 años del nacimiento de Manuel Machado, y en 2025 se cumplen otros tantos del de Antonio. Por eso el pasado 21 de octubre se inauguró en su Sevilla natal la exposición, a ambos dedicada, Los Machado. Retrato de familia, comisariada por Alfonso Guerra. Desde este mismo jueves puede verse en Burgos (la ciudad donde Manuel se encontraba en julio de 1936 y recibiría tres años después la noticia de la muerte de Antonio) y finalmente llegará a Madrid. En la capital su sede será la Real Academia Española.
Guarda esto último relación con el hecho de que tanto Antonio como Manuel fueran en distintos momentos designados para ocupar sendas plazas en la llamada Docta Casa. Ahora bien, solo el hermano mayor llegaría a ser académico de número, pues Antonio no cumplió el requisito exigido para ello: la lectura de un discurso de ingreso. Que, sin embargo, tenía casi enteramente escrito.
La conmemoración conjunta merece todos los plácemes, y es seguro que acabará para siempre con cualquier vestigio —si alguno quedara— de una visión por completo distorsionada que presentaba a un Antonio y un Manuel enfrentados por la contienda civil. A los dos poetas la guerra solo los separó, que ya es mucho.
La elección de Antonio como académico se produjo en marzo de 1927 y en circunstancias un tanto enrarecidas. Desde tiempo atrás aspiraba a serlo Niceto Alcalá-Zamora, pero tenía en su contra la feroz oposición de Primo de Rivera —por entonces muy dado a inmiscuirse en la vida de la corporación—, quien habría conseguido evitarlo convenciendo a los académicos de la conveniencia de acoger a un escritor mejor que a un político. Tal escritor fue don Antonio, que nunca lo había pretendido y ganó en la votación a don Niceto por 16 votos frente a 8. Cuando Unamuno felicita al poeta por su elección, este se lo agradece, pero añade (y no es falsa modestia): “Es un honor al cual no aspiré nunca; casi me atreveré a decir que aspiré a no tenerlo nunca. Pero Dios da pañuelo a quien no tiene narices”.
Aun renuente, don Antonio comenzó a tomar notas para un discurso, pero una redacción seguida de lo que pudiera considerarse tal no se produce hasta 1931. Que llegó a imaginarlo como posible sí es seguro, pues comenzará pidiendo perdón a sus compañeros por haber tardado “más de cuatro años en presentarme ante vosotros”.
Y es que podemos conocer lo que hubiera sido. Se publicó por vez primera en Estados Unidos, en el volumen de la Revista Hispánica Moderna correspondiente a 1949, lo que ha de ponerse en el haber de un malogrado profesor hijo de exiliados, Gabriel Pradal-Rodríguez (1922-1958). Se volvió a editar junto con otros escritos, pero solo ha habido una edición exenta de él (El Observatorio Ediciones, 1986) y hoy está disponible en unos Escritos dispersos (1893-1936) de don Antonio anotados por Jordi Doménech.
Aunque ahora sabemos que el manuscrito se conserva en la Fundación Unicaja, todas las ediciones han partido de aquella primera y como mucho —caso de Doménech— de una transcripción mecanográfica del manuscrito conservada en el Hispanic Institute de Nueva York.
El discurso, tras un hermoso autorretrato moral y literario, es una sucesión de hondas reflexiones sobre la poesía en las que las muchas lecturas filosóficas y de la más reciente literatura —Proust y Joyce incluidos— dejan densa huella. Es lástima que estén inacabadas: al final se desflecan en unas notas inconexas. Y estimo que la razón de que el autor nunca lo leyera, y no llegara por tanto a formalizar su ingreso en la Academia, es la muy poco imaginativa, pero también contundente, de no haber alcanzado a terminarlo. Su amigo Unamuno, elegido en 1932, ni siquiera se puso a ello. En trance por el que, tan desmañado al lado de esos dos gigantes, hube de pasar hace 13 años me aventuré a sostener, y sigo creyéndolo, que ni uno ni otro “terminaban de verse académicos”.
El 29 de mayo de 1979, efervescente aún la recuperación de las libertades en España, un grupo de personas inequívocamente vinculadas con la izquierda consiguieron autorización gubernativa para celebrar en la calle, frente a la Academia, en la entonces llamada, por ironías de la historia, plaza del Alférez Provisional, un homenaje a don Antonio Machado que consistiría, y consistió, en la lectura por turnos del inacabado discurso. Se conserva abundante documentación gráfica de aquel acto, y entre los ocupantes del tablado que se levantó al efecto puedo distinguir a Celso Emilio Ferreiro, Lauro Olmo, Julio Rodríguez Puértolas, Miguel Ángel Almodóvar, Julio Vélez, Enrique del Moral y muy especialmente a una queridísima amiga, Ana Vian. En la crónica del acto que al día siguiente publicó este periódico se menciona entre los asistentes a Caballero Bonald, Celaya, Ángel González…
Pero he de cambiar completamente de tercio para abordar ahora el paso por la Academia de Manuel Machado, lo que es fácilmente hacedero gracias a un excelente trabajo de Luisa Cotoner Cerdó publicado en 2017 en el Boletín de la institución y elaborado con materiales procedentes del Archivo de la casa. La designación de Manuel se produjo en las irregulares circunstancias derivadas de la creación en 1937, en plena guerra y en la zona llamada nacional, de un Instituto de España concebido como un “cuerpo total” integrador de las maltrechas Academias que el Gobierno del Frente Popular había disuelto. Estando en Burgos, a principios de enero de 1938 Pemán y D’Ors convocan al poeta para comunicarle que la Academia, reunida en Salamanca el 5 de enero, ha propuesto su nombre para suceder en la silla N a don Leonardo Torres Quevedo, fallecido en diciembre del 36.
Según el relato que de la entrevista hace Pérez Ferrero, Manuel habría contestado —con la cursiva quiero dejar patente que esta vez la literalidad de las palabras no está garantizada—: “Que no lo he solicitado jamás, ustedes lo saben mejor que nadie; que no lo esperaba en este momento, no puede ser más cierto; pero que no lo deseara, eso ya es otra cosa…”.
El caso es que en un tiempo récord escribe un discurso, que lee en sesión del Instituto de España celebrada en el palacio de San Telmo de San Sebastián el 19 de febrero de 1938. Las circunstancias hicieron que, frente a lo que era habitual, no se publicara entonces, y sí tan solo, junto con la contestación del entonces inevitable Pemán, en 1940, en Madrid, en un tomito en octavo con el título Unos versos, un alma y una época; el de la disertación misma del nuevo académico había sido, según las actas del Instituto de España, “Semi-ficción y probabilidad”, convertido luego al editarse en “Semi-poesía y posibilidad”.
Aquellas mismas circunstancias propiciaron también el fervor con que Manuel se adhiere a la Cruzada y hasta dedica un soneto a Franco, lo que no le impide, como señala Cotoner, referirse en tres ocasiones a Antonio, aludir a su amigo Unamuno y mencionar al puñado de autores franceses que para Pemán, en la respuesta, constituían “la pléyade de poetas satánicos y cabareteros de Europa”. De ahí el poco amable adjetivo que arriba acompaña al nombre del entonces director de la Academia por designación del Caudillo.
Acaba de publicarse una edición facsímil, promovida por la RAE, del ejemplar que Dámaso Alonso tenía en su biblioteca de Alma. Museo. Los Cantares de Manuel Machado (1907), con el extenso prólogo —pulla a la Academia incluida— que para él escribió su amigo Unamuno.
Antonio, Manuel, don Miguel. No se pierdan el magnífico epistolario a tres bandas que de tal admirable trinidad de gigantes ha cuidado hace no mucho Pollux Hernúñez para Oportet Editores. Leerlo es el mejor homenaje.