El nuevo complejo militar-industrial-digital

Los tecnoligarcas que rodean a Donald de Trump buscan copar los contratos del Pentágono

El presidente electo de EE UU, Donald Trump, y el empresario Elon Musk asisten al lanzamiento de un cohete de SpaceX, en noviembre pasado en Brownsville, Texas.Brandon Bell (Getty Images)

La transición en EE UU, desde la victoria de Donald Trump el 5-N a su coronación el 20-E, es feraz. Como en prórroga de campaña, palpitan todas las pulsiones que tejerán el mandato más brutal.

Trump la aprovecha afianzando un programa a medio camino de Hitler y Putin. Con similar triángulo. Uno, el similar expansionismo territorial. ...

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La transición en EE UU, desde la victoria de Donald Trump el 5-N a su coronación el 20-E, es feraz. Como en prórroga de campaña, palpitan todas las pulsiones que tejerán el mandato más brutal.

Trump la aprovecha afianzando un programa a medio camino de Hitler y Putin. Con similar triángulo. Uno, el similar expansionismo territorial. A Groenlandia, Canadá, y Panamá, tierras intersticiales que brindan fisuras a su anexión de “espacio vital”, como los Sudetes o la Polonia-sándwich de 1939, que escaló a más (Francia, Rusia); o Crimea (palanca a Ucrania). Dos, la cruzada de corte racista con la deportación masiva de inmigrantes, versión ligera del supremacismo antisemita. Y tres, la vuelta de tuerca al iliberalismo antidemocrático, esa loa al heroico putsch patriótico del Capitolio y a los ultras alemanes y británicos: en la senda de aniquilar opositores a las camisas pardas, o Alekséi Navalni y el jefe de la Wagner.

Programa retórico, o no —o de baja o alta intensidad—, no resulta indiferente. Pero sería idiota leerlo solo como payasada. La retórica del inminente jefe de la (todavía) superpotencia mundial es ya un acto político. Aunque funcione como exploración, sondeo o apuesta negociadora máxima.

Va escoltada por una peregrinación de tecnoligarcas, arrepentidos o eufóricos, hacia Mar-a-Lago —otro Kremlin, en cursi—, oteando prebendas, regulaciones favorables, cambios de cromos.

Y por la fragua de un nuevo “complejo industrial-militar” expansionista, imperial, como el que denunció ¡el general Eisenhower! al despedirse de la Casa Blanca (1961). Ahora, con un añadido actual clave: “complejo industrial-militar-digital”: incorpora la industria de manipular conciencias (plataformas de comunicación salvajes como X) y la tecnología de doble uso, civil y militar (satélites, como Starlink).

Su gestor y beneficiario es el hombre más rico del mundo, Elon Musk. Aventajado, pues sus tráficos de influencias serán consigo mismo. Con sus cómplices, los también multimillonarios Trump o Stephen Feinberg, el próximo subsecretario de Defensa, quien controlará las compras militares más que su teórico jefe, el muy justito tertuliano televisivo de la Fox y acusado hasta por su madre de abusador sexual, Pete Hegshet.

El consorcio de Musk conspira con otra quinta de neotechs para copar los contratos del Pentágono, hasta ahora hegemonizados por clásicos como Boieng o Lockheed. Negocia con el Gobierno de Giorgia Meloni un contrato de 1.500 millones de dólares para suministrarle satélites. Y con otros gobiernos europeos, compitiendo con el consorcio de Jeff Bezos. Busca obstaculizar el gran proyecto paneuropeo Iris-2, de 10.600 millones de euros, cuarta gran apuesta de la UE en alta gama tecnológica tras Airbus, Galileo y Copernicus. ¿Más gasto militar de los socios de la OTAN? Evidente, pero que sea en material americano. Mejor aún, muskitero.


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