Malestar, ¿económico o político?

Sin poner en duda que hay colectivos que se enfrentan a peores circunstancias de futuro, me parece que la motivación económica no es suficiente para explicar el giro de la política en el mundo

Eulogia Merlé

Reconozcámoslo: no es fácil explicar el giro tan rápido e inesperado que está adoptando la política en el mundo. Desde hace una década más o menos, muchas democracias han experimentado diversas sacudidas que las han hecho tambalear. Los partidos en el gobierno sufren derrota tras derrota, en muchos lugares la política parece bloqueada, surgen líderes estrafalarios que se oponen al establishment y las soluciones que preconiza la extrema derecha ...

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Reconozcámoslo: no es fácil explicar el giro tan rápido e inesperado que está adoptando la política en el mundo. Desde hace una década más o menos, muchas democracias han experimentado diversas sacudidas que las han hecho tambalear. Los partidos en el gobierno sufren derrota tras derrota, en muchos lugares la política parece bloqueada, surgen líderes estrafalarios que se oponen al establishment y las soluciones que preconiza la extrema derecha gozan de una popularidad creciente.

Nada de esto estaba en el guion, nos ha pillado por sorpresa. Se suponía que el final de la Guerra Fría daría paso a una época de hegemonía democrática. Hoy podemos decir que aquella expectativa no se ha cumplido. Algunas democracias de países de renta media o baja han girado hacia el autoritarismo y las de los países más ricos están sufriendo la erosión preocupante de sus cimientos institucionales y políticos.

La explicación más tentadora de este estado de cosas consiste en recurrir a las condiciones económicas. Desde este punto de vista, hay amplios sectores de la población que perciben un futuro negro en el que sus hijos vivirán peor que ellos. Son gente que se siente desatendida por los poderes públicos, cuyas profesiones han quedado marginadas como consecuencia del cambio tecnológico, la desindustrialización y la competencia de China. En aquellas zonas que se han descolgado del crecimiento global ligado a la economía del conocimiento, la gente ha desarrollado, sobre todo después de la gran crisis de 2008, un profundo resentimiento hacia el sistema. Un sistema que los considera perdedores y, en buena medida, periféricos, alejados de los centros de dinamismo económico y poder político. Ellos claman venganza contra el establishment, es decir, contra los políticos tradicionales, los medios de comunicación respetables, los expertos y los grandes poderes corporativos. De ahí que sean tan populares los candidatos y partidos que representan la negación de todo lo anterior.

Lejos de mí cuestionar la importancia de los factores económicos que aparecen recurrentemente en los análisis del desorden político de nuestro tiempo. Los investigadores han mostrado que pertenecer al grupo de la gente con mal futuro aumenta considerablemente la probabilidad de optar por este tipo de soluciones políticas un tanto extremas. Ahora bien, reconocido esto, me gustaría señalar una limitación importante de estas explicaciones: no es la primera vez que las democracias se enfrentan a un periodo de dificultades económicas; en otras ocasiones, situaciones económicas parecidas, o incluso peores, no provocaron seísmos políticos como los de ahora.

Recuerden, por ejemplo, cómo era el mundo a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta del siglo pasado. Los países se encontraban en lo que entonces se llamaba estanflación (bajo crecimiento y elevada inflación), como resultado, entre otras cosas, de una doble crisis energética (en 1973 y 1979). Hoy se habla mucho para entender la victoria de Trump del ciclo inflacionista de los últimos cuatro años, pero se trata de un ciclo mucho más suave que el de hace 50 años. En Estados Unidos, hubo inflación por encima del 5% anual entre 1973 y 1981, con picos de hasta el 13% en algún año. En España, la inflación superó el 20% anual a finales de los años setenta. Hoy, en Estados Unidos y en España, la inflación está por debajo del 3%. En perspectiva histórica, el ciclo inflacionario causado por la guerra de Ucrania ha sido mucho más breve y menos intenso que el derivado de la crisis del petróleo. Recurrir a la inflación para dar cuenta del auge de Trump, por tanto, tiene un alcance explicativo limitado.

En España, desde luego, las condiciones eran mucho peores que ahora. No solo era la inflación mucho más alta, la tasa de paro en 1985 superó el 20% (hoy está en torno al 11%). Téngase en cuenta, además, que nuestro país pasaba entonces por un proceso de reconversión industrial (al igual que otros países europeos). Los trabajadores de la minería, de los astilleros, de la siderurgia y de otras industrias pesadas sufrieron un ajuste terrible, que les dejaba sin futuro en el tránsito a una sociedad postindustrial. Había colectivos y regiones que se podían sentir tan o más desesperanzados que los de la época contemporánea. No sólo eso: las sociedades atravesaban en general un periodo bastante convulso. Fueron los años de la droga, que tantas vidas de gente joven se llevó por delante, y también de unos niveles de delincuencia muy superiores a los actuales, con centros urbanos deprimidos.

En la actualidad hay problemas económicos importantes, en España destaca el de la vivienda. Ahora bien, la situación económica dista de ser dramática. En nuestro país, llevamos varios años de un crecimiento sostenido, por encima del de la mayoría de países de la OCDE. En la Unión Europea, la tasa de paro es la más baja de las últimas décadas. Estados Unidos lleva creciendo a buen ritmo (con el paréntesis de la covid) desde 2010. No quiero minimizar la relevancia de ciertos problemas, pero los datos económicos no son suficientes para explicar los fenómenos políticos que se están produciendo en muchos lugares del mundo. En épocas iguales o peores a la nuestra, como la de las crisis del petróleo, las condiciones desfavorables en las que vivía mucha gente no dieron lugar a cambios políticos ni remotamente parecidos a los que estamos viviendo ahora.

Sin poner en duda que los colectivos que objetivamente se enfrentan a peores circunstancias económicas de futuro sean seguramente los que primero se sienten atraídos por los partidos antiestablishment, me parece que la motivación económica no es suficiente para dar cuenta de lo que está sucediendo. Parecidas o peores circunstancias económicas no habrían originado por sí mismas un rechazo tan visceral de los partidos tradicionales de no haber sido porque hay una crisis profunda de la representación política, que se traduce en unos niveles de confianza en partidos, gobiernos y parlamentos ridículamente bajos. Por supuesto, siempre cabe pensar que dicha crisis se debe, a su vez, a los problemas económicos que se arrastran desde hace tiempo. Pero eso es justamente lo que resulta dudoso a la vista de crisis económicas anteriores.

Como he tenido ocasión de argumentar en algunos artículos pasados publicados en estas páginas (y en mi libro El desorden político. Democracias sin intermediación, disculpen la autocita), creo que el economicismo no funciona demasiado bien para entender el terremoto que está sacudiendo a la política. Es preciso tener en cuenta que nos encontramos en medio de una crisis generalizada de los agentes de intermediación en multitud de esferas sociales, incluyendo, por supuesto, la política. La confianza en los dos intermediadores políticos fundamentales, partidos y medios de comunicación, está por los suelos. La gente busca alternativas (consumiendo y compartiendo información en las redes sociales, votando a candidatos que prometen una política distinta, basada en una relación más directa o inmediata entre los ciudadanos y los políticos) porque considera disfuncionales los mecanismos tradicionales de representación de intereses y las formas clásicas de debate público organizadas en torno a la prensa. Al fin y al cabo, estamos hablando de un modelo de organización política que se inventó a finales del siglo XVIII y que ha sufrido pocas modificaciones desde entonces. No sabemos hacia dónde nos conduce una democracia sin los intermediadores habituales; de momento parece que nos asomamos a un precipicio.


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