Sobre la jurisdicción en el Estado constitucional de derecho
Hay síntomas inquietantes de la indebida politización de una parte relevante de la magistratura española, que compromete inevitablemente la credibilidad de la justicia y la confianza de los ciudadanos
En cualquier sistema jurídico, el papel de la jurisdicción es asegurar la efectividad del derecho, o sea, el respeto de la ley por los ciudadanos y, en particular, por los poderes públicos. Sin jurisdicción, sin la aplicación de la ley a sus violaciones, es decir, a los actos ilícitos y a los actos inválidos, ningún ordenamiento podría funcionar y sobrevivir. Además, en el Estado constitucional de derecho, la jurisdicción es esencial para asegurar la igualdad y la garantía de los derechos fundamentales de las personas frente a las violaciones provenientes del ejercicio arbitrario de los podere...
En cualquier sistema jurídico, el papel de la jurisdicción es asegurar la efectividad del derecho, o sea, el respeto de la ley por los ciudadanos y, en particular, por los poderes públicos. Sin jurisdicción, sin la aplicación de la ley a sus violaciones, es decir, a los actos ilícitos y a los actos inválidos, ningún ordenamiento podría funcionar y sobrevivir. Además, en el Estado constitucional de derecho, la jurisdicción es esencial para asegurar la igualdad y la garantía de los derechos fundamentales de las personas frente a las violaciones provenientes del ejercicio arbitrario de los poderes, públicos y privados.
En esta doble función —la actuación efectiva del derecho y la garantía de los derechos de los ciudadanos— se basa la legitimación democrática de la jurisdicción. Es una legitimación no solo distinta, sino opuesta a la de los poderes públicos, tanto legislativos como de gobierno. Mientras la legitimidad de las funciones políticas descansa en la representación de la voluntad popular, en el consenso de los electores, la del poder judicial lo hace en la correcta determinación de la verdad judicial y en la garantía de los derechos frente a las lesiones debidas a cualquier poder. Y en estas opuestas fuentes de legitimación se funda la separación de poderes y la independencia de la jurisdicción.
Ningún consenso popular, ningún condicionamiento político hace verdadero lo que en un justo proceso resulta falso, o falso lo que resulta ser verdadero. Por eso un juez, gracias a su independencia, debe ser capaz de absolver cuando todos — opinión pública, gobierno, partidos, prensa— pidan la condena, y de condenar, con base en pruebas, cuando todos reclamen la absolución. Más en general, debe ser capaz de tutelar los derechos de las personas, todos virtualmente contramayoritarios. Tal es el sentido del principio formulado en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “No hay Constitución donde no están aseguradas la separación de poderes y la garantía de los derechos”. Son dos condiciones interconectadas. Donde no hay separación de poderes ni independencia de la jurisdicción, no hay limitación del poder político ni garantía de los derechos de los ciudadanos. Si reconocemos que los derechos fundamentales son derechos de todos y cada uno que aseguran espacios de autonomía individual, entonces su garantía debe estar confiada a contrapoderes, separados e independientes de los de la mayoría.
Antes de la constitucionalización de los derechos fundamentales y de la separación de poderes —en Italia y en España con las constituciones rígidas de 1948 y 1978— estos principios elementales eran sustancialmente ignorados por nuestra tradición política, que concebía la jurisdicción como una función burocrática y jerarquizada y la magistratura como un cuerpo integrado en el sistema político.
En Italia, en particular, su afirmación estuvo determinada por dos factores. El primero, la institución del Consejo Superior de la Magistratura, querido por la Constitución como órgano autónomo garante de la independencia de la magistratura y de los magistrados (jueces y fiscales) gracias a su composición (dos tercios de estos, por elección interna, y un tercio, de juristas de elección parlamentaria). El segundo factor fue el desarrollo de un asociacionismo judicial democrático en defensa de dos principios: la independencia de la magistratura y la igualdad de los magistrados en garantía de su independencia dentro de la propia organización judicial. Ambos factores se implican el uno al otro: la independencia interna y externa favoreció el asociacionismo que, a su vez, hizo posibles numerosas batallas por la democratización del ordenamiento judicial, de la cultura de los jueces y de su papel de garantes de los derechos.
Hoy, desgraciadamente, en Italia, como en gran parte de los países occidentales, la política no soporta el control de la jurisdicción sobre la legalidad del ejercicio de los poderes públicos, percibido por las actuales ideologías populistas como una lesión de la democracia representativa. Los ataques a la jurisdicción unen a todas las involuciones autoritarias en curso: la reforma judicial de la derecha israelí en enero de 2023, consistente en la neutralización del Tribunal Supremo y en la subordinación de la jurisdicción al poder político; la reciente reforma judicial en México, que, haciendo a todos los jueces electivos, integra al poder judicial en el poder político; la pretensión del multimillonario Elon Musk de que “se vayan” los jueces italianos que no han convalidado las deportaciones de migrantes a Albania; el estupor expresado por Giorgia Meloni por la “no colaboración” de esos jueces con el Gobierno; los ataques al Tribunal Penal Internacional por la emisión de un mandato de arresto contra Benjamín Netanyahu; en síntesis, la irritación de los poderosos por no poder hacer, sin obstáculos, lo que quieren.
Esto hace más necesarias que nunca la defensa del papel de garantía del Estado de derecho ejercido por una jurisdicción independiente, y el rechazo de la idea de que la única fuente de legitimación democrática de todos los poderes es la electoral, con la consiguiente degeneración de las democracias en autocracias electivas.
En España, lamentablemente, la separación de poderes sufrió una grave lesión merced a la reforma de 1985, que, con la elección parlamentaria de todos los integrantes del Consejo General del Poder Judicial, (CGPJ) convirtió a este en un órgano político. El que, según la Constitución, debía ser un órgano de gobierno autónomo de la magistratura, garante de su independencia, se convirtió en un órgano político de heterogobierno, colonizado por los partidos presentes en él como tales.
La prueba más evidente de esta mutación regresiva la ha dado la insólita negativa del Partido Popular a renovar el mandato del Consejo durante más de cinco años, con el sorprendente consenso de todos sus vocales. Lo que solo se explica con el intento de mantener un gobierno de parte sobre la magistratura. La falta de una reacción de la gran mayoría de esta frente a tal gravísimo escándalo; como la espectacular protesta de los jueces en toga en la puerta de los tribunales contra el simple anuncio de una posible ley de amnistía de los independentistas catalanes condenados; y la actual, preocupante persecución judicial del fiscal general del Estado y de la fiscal jefe de Madrid; son síntomas inquietantes de la indebida politización de una parte relevante de la magistratura española. Con la que resultan inevitablemente comprometidas la credibilidad de la jurisdicción y la confianza de los ciudadanos en la institución, que dependen enteramente de la independencia de los jueces de condicionamientos de parte y de su segura imparcialidad.