La reforma judicial en México: un mal precedente

El nuevo modelo incumple los estándares de independencia e inamovilidad conocidos y que ha determinado, entre otros, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya jurisdicción acepta México

Eva Vázquez

Las paredes del edificio de la Suprema Corte de México están cubiertas por murales. Todos son espectaculares, pero destacan de manera particular los 280 metros cuadrados que pintó Rafael Cauduro en las escaleras por las que los magistrados del Alto Tribunal acceden a sus despachos. El proyecto lleva por título La historia de la justicia en México. Siete crímenes mayores y sobrecoge la crítica descarnada que contiene sobre un sistema de injusticia institucional: burocracia, dilaciones, torturas, represión o cárcel. Desconozco si en 2008 el artista buscó describir el estado real de la jus...

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Las paredes del edificio de la Suprema Corte de México están cubiertas por murales. Todos son espectaculares, pero destacan de manera particular los 280 metros cuadrados que pintó Rafael Cauduro en las escaleras por las que los magistrados del Alto Tribunal acceden a sus despachos. El proyecto lleva por título La historia de la justicia en México. Siete crímenes mayores y sobrecoge la crítica descarnada que contiene sobre un sistema de injusticia institucional: burocracia, dilaciones, torturas, represión o cárcel. Desconozco si en 2008 el artista buscó describir el estado real de la justicia en México o solo pretendió advertir de los riesgos de su potencial deterioro. No tengo la respuesta, pero durante una semana en México pude asistir a un intenso debate con posiciones enfrentadas en torno a una reforma del poder judicial aprobada en septiembre y recurrida ante la Suprema Corte. ¿Qué alcance tiene esta reforma judicial? ¿Deteriora el régimen democrático de México o lo refuerza? ¿Pueden las reformas constitucionales ser objeto de control o el legislador no tiene límite a su capacidad de reforma? Antes de entrar en el pronunciamiento de la Corte veamos el contexto de la reforma y su contenido.

El presidente López Obrador impulsó la llamada Cuarta Transformación del país a través de un proyecto político de envergadura que exige llevar a término más de veinte reformas y cuya continuidad ha aceptado la actual presidencia de México, Claudia Sheinbaum. Una de las reformas afecta de lleno al poder judicial y afecta a distintos aspectos, incluido el relativo a las retribuciones de los miembros de la judicatura. El elemento que más preocupación ha provocado en sectores jurídicos (nacionales e internacionales) es la elección popular de todos los jueces del país. También suscita inquietud la previsión de un nuevo modelo disciplinario residenciado en un tribunal ad hoc.

La elección popular de los jueces dará como resultado la sustitución de todos los miembros de la carrera judicial, algo inédito en el mundo. El primer sorteo público (llamado tómbola) para determinar el orden en el que los jueces de carrera deben abandonar sus puestos para ser sustituidos por los que determine la ciudadanía fue retransmitido por televisión para conocimiento del público general y de los propios afectados. El proceso de elección que detalla la reforma está previsto en dos fases (2025 y 2027) y no exige para los aspirantes más requisitos que el de ser mayor de edad, haber cursado estudios de derecho (con un promedio en el expediente académico de 8) y acumular una experiencia profesional de tres o cinco años (dependiendo del órgano). Además de expresar la voluntad de querer ser elegido, todo aspirante deberá incorporar también cinco cartas de recomendación de sus vecinos. El modelo, como es obvio, incumple los estándares de independencia judicial e inamovilidad conocidos y que ha determinado, entre otros, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya jurisdicción acepta México.

La reforma judicial fue recurrida, entre otros, por dos partidos políticos de la oposición (el PRI y el PAN) y el pleno de la Suprema Corte de México se pronunció el pasado 5 de noviembre. La Corte necesitaba sumar ocho votos (de sus 11 magistrados) para poder discutir la inconstitucionalidad de la reforma, tal y como proponía el magistrado ponente del borrador de sentencia. El citado texto reconocía a la Corte competencia para examinar la reforma y, por deferencia hacia el poder legislativo, proponía declarar incompatible con la Constitución mexicana solo algunas partes. A juicio del ponente, tal inconstitucionalidad se proyectaba sobre la elección popular de una parte de los jueces de carrera (jueces de distrito y magistrados de circuito), no así para el caso de los jueces de la Suprema Corte, del Tribunal electoral o del Tribunal de Disciplina. De los cuatro magistrados que se pronunciaron en contra de que la Corte analizara la reforma, tres ya habían manifestado su voluntad de someterse a elección popular para continuar en la Corte, lo que hacía previsible el sentido de su voto. La sorpresa, sin embargo, llegó de la mano de un cuarto magistrado cuyo voto impidió a la Corte entrar en el fondo del asunto y, en consecuencia, la reforma judicial quedó validada en los términos aprobados por el Parlamento mexicano.

Al margen del resultado expuesto, lo significativo del asunto es preguntarse cuál fue el elemento mollar que ordenó la discusión de la Suprema Corte y por qué tal debate es relevante al margen del caso concreto de México. La Corte, antes de entrar a conocer la constitucionalidad de la elección popular de los jueces, debatió si verdaderamente estaba capacitada para juzgar una reforma constitucional o si esta queda fuera de cualquier control jurídico, por ser obra de la capacidad reformadora propia del poder legislativo. En este sentido, la presidenta del país había negado de manera insistente la competencia del tribunal en sus múltiples declaraciones políticas señalando que la Suprema Corte no podía modificar lo que ya había sido aprobado por el pueblo: “Ocho ministros [así se llaman a los magistrados de la Corte] no pueden estar por encima del pueblo de México”, declaró en una de sus Mañaneras. También apuntó su voluntad de desobedecer la sentencia si la Corte declaraba inconstitucional la reforma y activar un plan de sustitución de magistrados, algo que finalmente no ocurrió.

Desde un punto de vista estrictamente jurídico el debate tiene mucha relevancia, pero también la tiene para la política porque la respuesta determina los límites del legislador para abordar una reforma de la Constitución, aun cuando cuente con la mayoría para llevarla a término. El problema de fondo desborda el caso particular de México y conecta con las preocupaciones que acompañan a todo sistema democrático ahora que avanzan las opciones autoritarias con gran respaldo popular. Así, parece fuera de discusión defender la competencia de un tribunal constitucional para realizar un control formal de las reformas de esta naturaleza, por ser la única manera de constatar si el poder legislativo respeta el procedimiento previsto al efecto y las mayorías requeridas. Hasta aquí todo claro, siempre que el control ante los tribunales se formule mediante cauces procesales que así lo contemplen y por quienes tienen legitimidad para hacerlo. En el caso de México, las dudas jurídicas parecen haberse resuelto a futuro porque, si bien todavía quedan recursos pendientes ante la Corte sobre el mismo tema, el partido de la presidenta (Morena) promovió de urgencia una nueva reforma constitucional, en vigor desde el 31 de octubre, que excluye expresamente cualquier control judicial de las reformas constitucionales.

Pero el debate va más allá. Aunque la Suprema Corte de México no pudo enjuiciar en este caso la reforma del poder judicial, sí es relevante rescatar aquí la doctrina que en Derecho comparado sirve para defender la competencia de los tribunales constitucionales para desarrollar un control material de las reformas constitucionales, apelando a las llamadas cláusulas de intangibilidad o inmutabilidad que algunas Constituciones contemplan de manera expresa y en otras hay que deducir implícitamente (lo que se complica en las constituciones no militantes como es el caso español). Tales cláusulas son reservorios de la identidad constitucional de un Estado y, por ello, ningún poder puede violentar su núcleo duro, salvo el constituyente originario. En suma, el principio democrático, la separación de poderes o la concepción misma del Estado de derecho pueden constituir ese límite que serviría de salvaguardia frente a cualquier poder reformador de un legislador presente (o futuro) con tendencias antidemocráticas. México ha rechazado esta clase de control, ¿Qué hacer ahora? Además de acatar la reforma vigente, el poder judicial puede solicitar el pronunciamiento de la Comisión de Venecia para que sea esta institución quien analice si la elección popular de todos los jueces resulta respetuosa con los estándares de independencia judicial que exige un Estado de derecho.

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