El diagnóstico de la victoria de Trump que hacemos las élites progresistas del mundo civilizado está claro: la culpa es de los otros. Hemos construido una teoría a mayor gloria nuestra. Trump ganó por (1) las mentiras y desinformación, propagadas gracias a (2) plutócratas como Musk o Bezos, y que calaron en un (3) electorado racista, misógino y con otros defectos psicológicos. Los malos se juntaron para fastidiarnos....
El diagnóstico de la victoria de Trump que hacemos las élites progresistas del mundo civilizado está claro: la culpa es de los otros. Hemos construido una teoría a mayor gloria nuestra. Trump ganó por (1) las mentiras y desinformación, propagadas gracias a (2) plutócratas como Musk o Bezos, y que calaron en un (3) electorado racista, misógino y con otros defectos psicológicos. Los malos se juntaron para fastidiarnos.
Es reconfortante pensarlo, pero es una triple fantasía. Y además impide que, tanto en EE UU como en otras democracias, los progresistas vertebremos una alternativa competitiva a la ola populista.
Primero, Trump no ganó por sus mentiras, sino por las verdades de la gestión de Biden. Es revelador que nunca se había puesto tanto esfuerzo en hacer encuestas —más de 800.000 americanos fueron abordados utilizando los métodos de sondeo más sofisticados— y que el resultado fuera tan mediocre. Todas minusvaloraron a Trump —en Iowa, una prestigiosa encuesta subestimó su margen sobre Harris en un 16%. Un fallo cósmico que, si fuera al revés, habríamos atribuido a la manipulación de la derecha para influir en las elecciones— pero que, como es de los nuestros, atribuimos (y con razón) a un error profesional. Quienes acertaron no fueron las modernas encuestas, sino las más peregrinas predicciones basadas en la situación de la economía real en cada Estado, mermada en muchos lugares por la inflación, y la aprobación de la labor del presidente, en niveles históricamente paupérrimos. Con estos datos, cualquier candidato gubernamental hubiera perdido. De hecho, han ido cayendo, y forma estrepitosa, la práctica totalidad de los líderes políticos de Occidente que han gestionado la pandemia y la crisis inflacionaria. Sánchez es casi la única excepción.
Segundo, aunque algunos superricos apoyen a Trump (no todos; Silicon Valley es un feudo demócrata), el partido de la clase alta ya no es el republicano sino el demócrata. Entre los votantes blancos, el 5% más rico fue, durante décadas, el grupo más proclive a votar a los republicanos. Pero desde 2016 son los que más votan a los demócratas. Y Harris recaudó cientos de millones más que Trump. Queridos colegas progresistas, hoy los capitalistas somos nosotros.
Y, tercero, los desencantados que votaron a Trump también habrían votado a Nikki Haley u otra candidata decente que no fuera racista o sexista. Porque no votaron por Trump, sino contra nosotros. Les hemos decepcionado. Hemos traicionado a la clase trabajadora que un día juramos proteger.