Evitar una universidad clasista

La proliferación de centros privados amenaza con provocar una segregación de alumnos en función del poder adquisitivo

Campus de la Universidad Alfonso X El Sabio.

Si los proyectos que están en tramitación llegan a buen puerto, dentro de poco habrá en España más universidades privadas que públicas. Existen 50 universidades públicas desde 1998, mientras que desde entonces se han abierto 33 universidades privadas. Ya suman un total de 46, a las que se añaden otras 10 en proyecto. Aunque la universidad pública sigue teniendo el 78,2% de los estudiantes de grado, la privada la supera ya en alumnos de máster, con el 63% de las plazas ofertadas y el 50,2% de los alumnos. Esta expansión está favoreciendo ofertas de baja calidad. Existen excelentes y antiguas universidades privadas. Pero ahora se está llegando incluso a aprobar proyectos con un informe técnico negativo del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Esta evaluación es preceptiva, pero no vinculante. La decisión final corresponde las comunidades autónomas. Desde 2018 se han aprobado 11 universidades con informes técnicos negativos.

La universidad no cumple solo una función docente. Es una institución de producción de conocimiento, de liderazgo intelectual de la sociedad. Muchos de estos centros no tienen actividad de investigación alguna. Que se permita una oferta universitaria de baja calidad es algo incomprensible para los estándares europeos. Perjudica, en primer lugar, a los alumnos, pero no solo. Si la educación superior en España se percibe como una máquina expendedora de títulos, caerá la credibilidad de todo el sistema. Un decreto aprobado en 2021 fijó los requisitos que ha reunir una universidad, pero ya hay expertos que lo consideran obsoleto. No se puede llamar universidad a lo que es en la práctica una mera academia especializada.

La mayoría de las universidades privadas están vinculadas a la Iglesia católica, pero también los fondos de inversión buscan negocio aprovechando la falta de plazas públicas en las carreras más demandadas, por las que cobran 10 veces más que la pública. Igualmente, la matrícula de un máster privado resulta mucho más cara, pero ese dinero permite ofrecer prácticas remuneradas, una vía para meter la cabeza en el mundo laboral independientemente de la calidad de la formación. A la larga, esta dinámica permitirá la segregación de los alumnos, no por los méritos, sino en función del poder adquisitivo de sus familias. Eso dará ventaja a los que puedan pagar frente a los que estudien en la pública y consolidará un sesgo clasista en el acceso a las profesiones más demandadas.

Debería ser una prioridad del Gobierno y de las comunidades autónomas que la oferta universitaria pública disponga de los recursos necesarios para atender la demanda de acuerdo con las necesidades de la economía productiva y aclarar qué es una universidad y qué no. Solo un sistema público robusto y unos estándares claros pueden garantizar un acceso equitativo a las oportunidades de la enseñanza superior y ejercer la imprescindible función de elevador social.


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