La moraleja de las hijas de los toldos verdes
La generación que heredó el “un país de propietarios y no de proletarios” viene con la lección aprendida a fuerza de desengaños
Soy hija de la España de los toldos verdes. Crecí en un edificio de protección oficial franquista. Nadie me lo explicó de niña. No hizo falta. Cada día, al volver con mi hermana del colegio público a dos calles de casa, nos topábamos con una placa en la portería: “Ministerio de la Vivienda. Edificio construido al amparo del régimen de Viviendas de Protección Oficial”. Yo pensaba que todo el país vivía así, que todos los niños veían el yugo y las flechas de la Falange en su fachada al llegar, aunque sus bloques no fueran tan altos y de ladrillo visto como el nuestro de Can Vidalet, una barriada del Baix Llobregat que explotó con la migración de andaluces, extremeños y manchegos en los setenta. Albergué esa idea naíf hasta la universidad, cuando entendí que aquel batallón de obreros y limpiadoras que conformaban mis padres, los de mis primos y amigos no era lo común y que si por algo se distinguían era por ser la mano de obra más barata de Barcelona.
Durante casi toda mi vida también pensé que nuestro noveno segunda era fruto de un programa exitoso de la dictadura desarrollista para acabar con el barraquismo y la insalubridad obrera. Pese a la educación feminista y socialista que recibí —soy hija de un antifranquista, sindicalista y felipista renegado—, en casa nunca se pusieron peros a cómo mis padres se hicieron con aquellos 65 metros cuadrados con tres habitaciones, cocina y cuarto de baño. Desde nuestro balcón se veía desde el Tibidabo a Montjuïc y hasta un cachito de mar si los días amanecían despejados, libres de contaminación. Cómo íbamos a quejarnos, si teníamos la posibilidad de toda una ciudad a nuestros pies.
Hace unas semanas se desmontó esa creencia ingenua cuando, buscando documentación para mi padre, me topé con las escrituras del piso. Era un contrato de compra y venta con nombres y apellidos del propietario que se lo vendió. Pero, ¿no era una vivienda de protección estatal? Llamé a mi padre y me lo aclaró. Ellos nunca se acogieron al régimen de viviendas de protección oficial. La dictadura ofrecía con su plan pisos a 700.000 pesetas, pero el constructor compró 10 de los 40 pisos disponibles para revenderlos a 1.100.000 pesetas cada uno, precio que abonaron mis padres. En esa conversación supe que ese contratista, especulador nato, tampoco construyó el garaje para los vecinos que estaba planteado en obra. Convirtió los bajos en locales comerciales para poder sacar más tajada. Una vez más, y las que quedan, me pusieron en mi sitio: el bando contrario al de los espabilados.
Lo contaba hace unos días el periodista Marcos Bartolomé en su documentado reportaje “Cómo Franco convirtió a España en un país de propietarios” en El Orden Mundial. Cuando José Luis Arrese, ministro de Vivienda de la dictadura, pronunció aquel “no queremos una España de proletarios, sino de propietarios” caló un lema infalible que cambió la mentalidad de todo un país. El franquismo proyectó millones de viviendas protegidas financiando el 60% de su valor, pero no ayudó a ciudadanos como mis padres. Se subvencionó a operadores privados para levantar bloques como el nuestro. El constructor que después especularía con nuestro piso hizo el negocio del siglo: ayudas estatales y atraco a cara descubierta a trabajadores empobrecidos que jamás se plantearían denunciar con tal de no vivir en la miseria. ¿Qué más se puede pedir?
Nos llaman “salvajes” por reivindicar un alquiler digno, pero las hijas de los toldos verdes venimos con la lección aprendida a fuerza de desengaños. Escuchamos promesas tramposas como “bonos de alquiler” y ya no nos da miedo decir que “así, no; se acabó”. Nuestros padres no pisaron un instituto ni la universidad, pero sus hijas, cumplidoras que fuimos, leímos tanto como se esperaba de nosotras y hasta aprendimos, fíjate qué cosa, lo que pasó con una huelga de alquileres, concretamente en Barcelona y en 1931. Funcionó.