El año de la segunda Nakba

La guerra de Netanyahu contra Hamás ha mutado en una catástrofe regional que marcará el futuro de Oriente Próximo y el de Israel

Un niño palestino, en la playa de Gaza.Hatem Khaled (REUTERS)

Esta guerra empezó hace un año y todavía nada ni nadie ha conseguido pararla. Es propiamente la segunda vez que puede aplicarse el concepto de Nakba, catástrofe en árabe, a los sucesos bélicos que están sembrando Oriente Próximo de muerte y destrucción. La primera, con la guerra de independencia de Israel en 1948, significó el exilio y la pérdida de su país para 700.000 palestinos. En esta segunda, al balance de muerte y desolación para los palestinos se suma una derrota moral para Israel, país dividido y desacreditado internacionalmente, incapaz de salvar la vida de los rehenes en manos de Hamás y tan insensible al sufrimiento palestino como lo son las organizaciones palestinas respecto a las víctimas israelíes.

Esta segunda Nakba ha sido el comienzo de algo nuevo y del máximo peligro. Hamás demostró la vulnerabilidad de Israel con la matanza y los secuestros en masa del 7 de octubre de hace un año y consiguió situar de nuevo la reivindicación palestina en el centro del tablero diplomático. Pilló desprevenidos a los servicios secretos, al ejército y a Benjamin Netanyahu, entonces un primer ministro débil y desprestigiado que se enfrentaba a una ola de manifestaciones contra la deriva iliberal y autoritaria de su Gobierno, y se sostenía gracias a ministros de extrema derecha abiertamente racistas y belicistas. Hamás desencadenó también una pavorosa respuesta bélica, con intensos bombardeos primero y enseguida una invasión terrestre, que desbordó el legítimo derecho de defensa y se convirtió en venganza y castigo colectivo. Sometida la población gazatí al asedio, a cortes de energía, agua y alimentos, a constantes desplazamientos forzados y finalmente a los bombardeos masivos, el elevado número de víctimas (41.000 ya, la mayoría mujeres y niños) no se entiende sin el desprecio de Netanyahu hacia sus vidas y al uso de la inteligencia artificial en la selección de los objetivos, que han incluido hospitales, escuelas, tiendas de campaña de refugiados y trabajadores humanitarios.

Los misiles lanzados por Hezbolá desde el día siguiente vaciaron de población el norte de Israel y suministraron el motivo para la decapitación de la milicia islamista chií libanesa, los bombardeos que ahora alcanzan incluso a Beirut y la invasión del país vecino. El ejército israelí ha atacado también a los hutíes de Yemen y se prepara para una respuesta todavía por determinar sobre Irán en represalia por el lanzamiento de misiles balísticos. Un año después del 7 de octubre, la guerra de Gaza ya es una guerra regional, que amenaza con arrastrar directamente a Irán e inducir la participación de Estados Unidos.

En la guerra no se pierden tan solo vidas, sino también derechos y libertades, en caso de que las haya cuando empieza. La franja de Gaza ha quedado cerrada a la prensa internacional. Nada más propicio a los bulos y a las manipulaciones como la opacidad decretada por Israel, que ha cerrado también la cadena Al Jazeera. Más de un centenar de periodistas han muerto mientras realizaban labores informativas. Igual que las organizaciones humanitarias, que también han pagado un altísimo precio en vidas. Tal es el caso de la UNRWA, la agencia de la ONU que atiende la salud, la educación y la alimentación de los refugiados palestinos, y de la World Central Kitchen del chef José Andrés, que tuvo que retirarse de Gaza tras la muerte de siete de sus colaboradores en un ataque con misiles israelíes.

Este ha sido un año de crímenes de guerra en cadena. Lo fueron los asesinatos y secuestros de Hamás del 7 de octubre, y lo sigue siendo la detención ilegal de los rehenes que quedan vivos en sus mazmorras. También los lanzamientos de misiles contra territorio israelí por Hamás, Hezbolá o la Guardia Revolucionaria de Irán. Y los bombardeos y ataques a la población civil, sea cual sea la proporción de terroristas asesinados entre los 41.000 muertos de Gaza, los 700 de Cisjordania y los casi dos millares en Líbano.

Israel se halla bajo escrutinio de dos tribunales internacionales desde que empezó la guerra: el Tribunal Penal Internacional, cuyo fiscal ha demandado órdenes de arresto contra su primer ministro y su ministro de Defensa por presuntos crímenes de guerra; y el Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas, que le ha impuesto medidas cautelares para evitar un genocidio, desoídas por Netanyahu, en una demanda de arbitraje sobre la Convención Internacional para la Prevención y la Sanción de tal crimen, de la que Israel fue precisamente uno de los impulsores.

El Gobierno de Israel se ha escandalizado de que crímenes como los cometidos contra los judíos de Europa por el nazismo puedan ahora imputársele al Estado sionista, como si tuviera la pretensión de situarse en un régimen de impunidad por encima de la legalidad internacional, sin tener en cuenta la erosión que significa tal actitud para la legitimidad de las instituciones internacionales a la hora de enfrentar otras vulneraciones flagrantes como las cometidas por Rusia en Ucrania. Si la primera Nakba dejó un problema irresuelto y de potencial explosivo, como fue la desposesión y exilio de los palestinos, con esta segunda Nakba, sin horizonte de paz a la vista, todo se agravará con la siembra de resentimiento y de odio entre la población palestina y la transformación de Israel en una fortaleza militar expansionista y agresiva, tentada por el autoritarismo y ajena a los ideales democráticos y liberales que inspiraron su fundación como Estado independiente.

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