Ucrania se acerca al momento de la verdad
Lo que Zelenski pide a Biden es que cambie las reglas del juego de la guerra para alcanzar la paz
La semana pasada emprendí un viaje de dos días y 3.000 kilómetros desde el otro extremo de Europa, donde he sido testigo de la capacidad de resistencia de los ucranios frente al terror ruso en la asediada ciudad de Járkov. Una profesora universitaria me contó que desde el balcón de un duodécimo piso, en un barrio del noreste de la ciudad, había visto los destellos de los misiles que despegaban de las plataformas de lanzamiento...
La semana pasada emprendí un viaje de dos días y 3.000 kilómetros desde el otro extremo de Europa, donde he sido testigo de la capacidad de resistencia de los ucranios frente al terror ruso en la asediada ciudad de Járkov. Una profesora universitaria me contó que desde el balcón de un duodécimo piso, en un barrio del noreste de la ciudad, había visto los destellos de los misiles que despegaban de las plataformas de lanzamiento justo al otro lado de la frontera, en la ciudad rusa de Bélgorod. Un misil S-300 tarda alrededor de 30 segundos en llegar de Bélgorod a Járkov, de modo que no da tiempo a esconderse. Cuando no es un misil, es una bomba planeadora arrojada desde un avión de guerra ruso, y así, día tras día, llueve la muerte.
Después de más de 900 días de guerra, la mayor en Europa desde 1945, Ucrania se acerca a un peligroso momento de la verdad. El David ucranio tiene coraje e ingenio, pero el Goliat ruso es implacable y gigantesco. En un lugar subterráneo de Járkov me mostraron unas aplicaciones militares muy complejas e innovadoras de la tecnología de la información y los drones. El país, con una creatividad cosaca, ha desarrollado más de 200 tipos diferentes de drones. Corre un chiste en el que dos activistas ucranios quedan para tomar una copa:
“¿Cómo va tu empresa de drones?”
“Muy bien, gracias, ¿pero cómo sabes que la tengo?”
“¡Cómo no ibas a tenerla!”
La valentía de los soldados ucranios es admirable, pero están siendo arrollados por la magnitud del asalto ruso y el hecho de que al Kremlin no le importa usar a sus propios ciudadanos como carne de cañón. Vladímir Putin acaba de ordenar que se aumente el número de reclutas rusos en activo hasta alcanzar 1,5 millones. “Los números son lo más importante”, me dijo un alto oficial ucranio de los servicios de inteligencia militar. La audaz incursión que han hecho en la región rusa de Kursk les ha dado un empujón psicológico, pero no todo el mundo piensa que haya sido sensato desde el punto de vista estratégico.
En la región de Donetsk, al este de Ucrania, hay verdadero peligro de que los rusos avancen si las fuerzas de Putin toman el centro logístico de Pokrovsk. Los ucranios están exhaustos. Debajo de la superficie empiezan a asomar los traumas. Vi en varias ocasiones cómo se les humedecían los ojos a soldados avezados cuando mencionaban a los camaradas muertos. Aproximadamente la mitad de las infraestructuras energéticas del país han quedado destruidas. Este invierno será cruel. Mientras tanto, Occidente sigue dudando y conteniéndose por miedo a una escalada, y quien está marcando el paso (si es que puede decirse así) en este sentido es el presidente estadounidense Joe Biden.
Con este panorama, los líderes ucranios están cambiando su discurso. Después de no hablar durante dos años más que de la victoria total, es decir, la recuperación de todo el territorio del país con arreglo a las fronteras de 1991 —incluidos Crimea y Donbás—, ahora proponen avanzar lo suficiente como para poder negociar desde una posición de fuerza. Sin embargo, al contrario que mucha gente en Occidente, ellos saben que la única manera de llegar allí es dar la vuelta a la situación actual en el campo de batalla: asestar un fuerte golpe a Goliat, a ser posible en el trasero. Esta idea es crucial. Un líder centroasiático que conoce bien a Putin y al que su interlocutor occidental le preguntó si cree que el presidente ruso estará dispuesto a negociar, se apresuró a responder que sí, “cuando sus generales le digan que está perdiendo”.
Eso es lo que el presidente Volodímir Zelenski tenía en mente a mediados de mes cuando declaró en la Conferencia sobre la Estrategia Europea de Yalta (YES), celebrada en Kiev, que necesitamos “algo que cambie las reglas del juego para que Rusia haga las paces”. Zelenski tiene previsto presentar este jueves su plan en persona a Biden, aprovechando la reunión de la Asamblea General de la ONU en Nueva York. La lista de deseos la encabeza que Estados Unidos autorice el uso de misiles occidentales —entre ellos, los Storm Shadows británicos, provistos de tecnología de sistemas de puntería estadounidense— para llegar a más lugares rusos desde los que se lanzan los ataques. Si se les hubiera concedido antes el permiso, se podrían haber salvado muchas vidas. El jefe de la administración regional de Járkov me dijo que, en los pocos meses transcurridos desde que Biden —después de una nueva ofensiva rusa contra Járkov en mayo— permitió por fin ataques selectivos contra objetivos en la frontera, el número de misiles S-300 que han caído en la segunda ciudad de Ucrania ha disminuido (aunque todavía no se han conseguido reducir las bombas planeadoras arrojadas desde el aire).
No conocemos todos los detalles del plan de Zelenski, pero, además de esos ataques estratégicos, es probable que incluya una solicitud de financiación continua cuando se acaben los 61.000 millones de dólares aprobados con tanto retraso en el Congreso este año; que se endurezcan las sanciones a Rusia y a China e India por facilitar su comportamiento; que se utilicen los activos rusos congelados en Occidente para la reconstrucción de Ucrania; y una audaz petición de que el escudo de la pertenencia a la OTAN proteja las aproximadamente cuatro quintas partes del territorio soberano de Ucrania que Kiev controla de verdad.
Este plan tiene dos inconvenientes. En primer lugar, la trayectoria de Biden hasta ahora hace pensar que es probable que no conceda más que una mínima parte de lo que pide Zelenski. Dentro de su Gobierno hay un fuerte debate sobre los ataques estratégicos y cualquier posible financiación futura dependería del Congreso. Desde luego, Biden no se ha comprometido a que ninguna parte de Ucrania forme parte de la OTAN. El incrementalismo, por el temor a una escalada, ha sido la característica fundamental de toda la gestión de la guerra que han hecho él y su asesor de Seguridad Nacional, Jake Sullivan. Como me dijo educadamente un amigo en Járkov, “a los ucranios les irrita la ‘gestión de la escalada’ de Jake Sullivan”. ¿Qué probabilidades hay de que el anciano presidente vaya a cambiar drásticamente de estrategia ahora, cuando su mandato está terminando?
El segundo inconveniente es que, incluso aunque Estados Unidos y sus aliados hagan todo lo que se les pide, ¿sería tan eficaz como para que los generales de Putin “le digan que está perdiendo”? ¿Cómo se conseguiría eso exactamente? ¿Quizá atacando directamente las infraestructuras energéticas rusas? Es comprensible que los altos funcionarios ucranios guarden silencio sobre los detalles militares de sus planes, pero los analistas de defensa bien informados se preguntan, para ser realistas, cuánto pueden hacer en los próximos meses. En la conferencia YES, el coronel Pavlo Palisa, jefe de la 93ª Brigada de élite ucrania, habló de “la tiranía del tiempo”. En la línea del frente hay que actuar muy deprisa para alcanzar cinco objetivos enemigos cruciales en cuanto aparecen, pero, para cuando llegan las armas y los permisos necesarios, ya es demasiado tarde y “se han convertido en 50 objetivos”. Dado el paso al que avanza Occidente bajo las directrices de Estados Unidos, el tiempo corre a favor de Rusia. Y, por supuesto, Putin está esperando a que Donald Trump resulte reelegido presidente de Estados Unidos el 5 de noviembre.
Razón de más para que la vicepresidenta Kamala Harris —que heredará este importante problema geopolítico si llega a la presidencia— y todos los aliados europeos conscientes de lo que está en juego insten a Biden a superar sus reparos y a tomar ya las medidas capaces de cambiar la situación. Tal vez estemos ante la última oportunidad para que Ucrania pueda conseguir algo vagamente parecido a una victoria, que es la condición previa para lograr una paz duradera. Si no, lo más probable es que Kiev no tenga más remedio que pedir el cese de las hostilidades el año que viene y negociar desde una posición de debilidad. Eso no sería paz, sino nada más que una pausa antes de otra nueva guerra. En Ucrania, habría desesperación y furia; en el Kremlin, júbilo; y, lo más importante de todo, en el resto del mundo, un desprecio imparable por la debilidad de Occidente.