Bajo el terror solar

El sol se ha convertido en un juez terrible dispuesto a impartir una justicia inapelable a través de sucesivas olas de calor

Dos personas se protegen del sol bajo una sombrilla en la playa de la Malvarrosa, en Valencia.KAi FORSTERLING (EFE)

Hubo un tiempo en que era muy elegante volver a la ciudad después del verano luciendo un bronceado torrefacto. El más valorado era el bronceado marbellí. También era muy apreciada la piel que se había dorado en el Sardinero, en la Costa Brava o en San Sebastián, no así si te habías quemado en ciertas playas del Mediterráneo tomadas al asalto por la clase media española que te obligaba a veranear detrás de los calzoncillos, bragas y toallas, que tapaban el mar, colgadas en las terrazas. Era aquel tie...

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Hubo un tiempo en que era muy elegante volver a la ciudad después del verano luciendo un bronceado torrefacto. El más valorado era el bronceado marbellí. También era muy apreciada la piel que se había dorado en el Sardinero, en la Costa Brava o en San Sebastián, no así si te habías quemado en ciertas playas del Mediterráneo tomadas al asalto por la clase media española que te obligaba a veranear detrás de los calzoncillos, bragas y toallas, que tapaban el mar, colgadas en las terrazas. Era aquel tiempo en que las playas habían comenzado a convertirse en barbacoas de cuerpos humanos. La felicidad consistía en celebrar el asado, vuelta y vuelta, de la propia carne expuesta en la arena como una ofrenda que se rendía al sol, que entonces era todavía un dios benefactor. Los amigos reencontrados después de las vacaciones se citaban en una terraza bajo la luz de septiembre para recordar los pasados días felices, aquellas fiestas de Marbella, las noches de Ibiza que te permitían jugar a la libertad desnuda bajo la luna llena de agosto. La vanidad del bronceado duraba hasta que este cogía un color verdoso y era esa la señal de que el verano definitivamente había quedado atrás. Hoy el sol se ha convertido en un juez terrible dispuesto a impartir una justicia inapelable a través de sucesivas olas de calor asfixiante, putrefacto, que nos manda como castigo por algo que estamos haciendo mal. Muchos creen que el cambio climático es una tragedia cósmica inevitable que se debe a una determinada posición que adoptan periódicamente las tormentas solares. Otros lo atribuyen al CO₂ que la humanidad vierte en la atmósfera. Lo cierto es que hoy aquella dicha solar, llena de inconsciencia preternatural, propia de cualquier paraíso, está siendo sustituida por un creciente sentimiento de culpa. Ensuciar el planeta es pecado, dicen los ecologistas. La culpa y el castigo. Nada ha cambiado. Antes, si pecábamos nos castigaba Dios; ahora nos castiga el sol enviándonos un infierno cada verano.

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