Kamala Harris en el café triste
A la candidata demócrata le toca convencer ahora a los votantes que han quedado marginados del sueño americano
La cuestión sería saber cómo vieron el debate entre Kamala Harris y Donald Trump los habitantes de esos pueblos y ciudades de los Estados que van a ser decisivos a la hora de inclinar la balanza por una u otro en las elecciones de noviembre: Pensilvania, Wiscons...
La cuestión sería saber cómo vieron el debate entre Kamala Harris y Donald Trump los habitantes de esos pueblos y ciudades de los Estados que van a ser decisivos a la hora de inclinar la balanza por una u otro en las elecciones de noviembre: Pensilvania, Wisconsin, Míchigan, Nevada, Arizona, Georgia y Carolina del Norte. Los analistas y los creadores de opinión le dieron la victoria a Harris: se movió con más desenvoltura, sacó de quicio a su rival, acudió a la cita mucho más preparada, se lo tomó en serio y se explicó bien. También la encuesta que realizó la CNN entre los votantes registrados consideró que lo había hecho mejor la actual vicepresidenta, el 63%, que el expresidente, el 37%. Trump dijo algunos disparates muy notables, como ese de los inmigrantes que se comen a los perros, los gatos y las mascotas de los estadounidenses. Son argumentos —si pueden llamarse argumentos— que producen risa. Y Kamala Harris se rió. El problema podría ser que en algunos lugares se interpretara que se estaba riendo de su rival, y no de sus ocurrencias, y le atribuyeran un exceso de suficiencia.
Es difícil saber los resortes que terminan por inclinar el voto de la gente. Todavía queda un trecho largo para que se pongan las urnas y a Kamala Harris le toca la ardua tarea de seducir a aquellos que aún no han caído en la retórica trumpista del héroe que va a salvar a los que han sido empujados por las élites a la ruina.
A principios de los cincuenta, Carson McCullers publicó La balada del café triste (Seix Barral), que se desarrolla en un pueblo de Georgia “solitario y triste” y que está “como perdido y olvidado del resto del mundo”. Hay unas cuantas casas, una fábrica que da trabajo a buena parte de sus habitantes, y casi siempre no hay nada que hacer. “Los inviernos son cortos y crudos y los veranos blancos de luz y de un calor rabioso”. Carson McCullers cuenta la historia de Miss Amelia, del jorobado primo Lymon, del tóxico Marvin Macy y también, como telón de fondo, del puñado de personas que los rodean. Un día, y de una manera casual —se abrieron algunas botellas y un par de cajas de galletas y se compartieron con los que estaban allí—, el almacén de Miss Amelia dio el primer paso para convertirse en un café. Y Carson McCullers explica que aquel lugar terminó por ser “el punto central y cálido del pueblo”.
“Pero no era sólo el calor, los adornos y la iluminación los que hacían al café tan precioso para el pueblo; había una razón más honda”, escribe. “Y aquella razón estaba relacionada con cierto orgullo que hasta entonces no se había conocido por aquí. Para comprender este nuevo orgullo hay que tener en cuenta el poco valor de la vida humana”. Y la escritora se refiere entonces a que, en ese rincón olvidado de Estados Unidos, “la vida llegaba a convertirse en una larga y turbia lucha para conseguir lo necesario para mantenerse vivos”. Y añade después: “Cuántas veces, después de haber estado uno sudando y esforzándose, y al ver que las cosas no se le arreglan, se le mete a uno en el fondo del alma el sentimiento de que no vale gran cosa”.
El caso es que aquel café les dio a esos seres indefensos y abandonados un poco de compañía y ese “cierto orgullo” del que habla Carson McCullers. A Kamala Harris le toca ahora, para ganar en esos lugares desvalidos de su país, devolverles a sus habitantes el orgullo que han perdido. Y llegar a ellos consiguiendo ser más convincente que las formulas simplistas y demagógicas del magnate Donald Trump.