La dignidad de quien te sirve una tortilla

Hay una conexión entre el homenaje de ‘The Bear’ a los trabajadores invisibles y el discurso de Alexandria Ocasio-Cortez en la convención demócrata

La actriz Liza Colón-Zayas como Tina Marrero en un episodio de 'The Bear'.

Pasa en el hermoso arranque del segundo capítulo de la tercera temporada de The Bear. Suena Eddie Vedder y durante dos minutos contemplas, sin diálogos, la belleza de las horas azules de Chicago. Nadie lleva traje ni tacones ni gomina y no sale el sol tras uno de esos áticos de cristal desde los que se ve a la gente maleable y diminuta. En tu pantalla aparecen las caras y las manos de quienes hacen posible que cada mañana todo arranque y siga en marcha, que la ciudad exista. Panaderos amasando barras, operarios con los periódicos de la rotativa, floristas preparando ramos, limpiadoras en fila. Tortillas al fuego listas para ser servidas. Durante 140 segundos te acercas a la realidad de esos cuerpos escondidos el resto del tiempo, los que cruzan la ciudad en vagones bajo tierra, trabajan en la trastienda y salen a coger aire en callejones cerrados. Ahí están, en tu salón, los maestros de la rutina. Sus hombros cargan con la confianza en la posibilidad de un mañana. Suya es la liturgia del día a día.

He pensado en lo bien que dialoga ese bello homenaje con el discurso de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez en la reciente convención demócrata. “Hace seis años estaba sirviendo tortillas como camarera en Nueva York. No tenía seguro médico. Mi familia estaba luchando contra un desahucio, lidiando con las facturas después de que mi padre falleciera inesperadamente de cáncer”, dijo Ocasio en un alegato en el que dignificó a los sin nombre ni apellidos en los pies de foto de la prensa generalista. “Amar este país es luchar por su gente, los estadounidenses del día a día, como los camareros y los trabajadores de las fábricas, y los cajeros de comida rápida, de pie todo el día en algunos de los trabajos más duros que existen”, abundó. La congresista añadió que, por haber sido camarera, la ningunean los republicanos: “Dicen que debería volver a serlo. Lo haría encantada cualquier día de la semana, porque no hay nada malo en trabajar para ganarse la vida”.

Qué cruel ese concepto de “ganarse la vida” y qué poco se problematiza, pensé. Esas palabras volvieron mientras seguía viendo The Bear y al fin descubrí el pasado del personaje de Tina —grandísima Liza Colón-Zayas—. Allí averiguamos cómo llegó años antes a ser chef en ese restaurante, cuando el dueño la pilló llorando mientras se comía un bocadillo como clienta. Era, en palabras de Tina, el peor día de su vida: “Nos han subido el alquiler. Mi marido lleva esperando un ascenso años y quizá no llegue nunca. Me han despedido. Me he presentado a todos los trabajos de la ciudad y nada. Tengo 46 años. No recuerdo la última vez que dormí”. En esa conversación sobre la perversa influencia del trabajo en la construcción de la identidad, la futura cocinera aclara que nunca tuvo uno soñado. “Me agobia pagar el alquiler y la compra. Limpiaría el suelo, vendería lo que fuera por trabajar. Tengo que sobrevivir. No quiero salvar el mundo. Solo quiero alimentar a mi hijo. Dame una rutina”, dice, reivindicando su dignidad, y Michael, el dueño, le ofrece un trabajo. Algo que sostenga su día a día.

Vi aquello y volví a cuando a mi padre lo despidieron de la fábrica de planchas en cuyo turno de noche pasó 23 años hasta que lo prejubilaron al cerrar la planta. Entonces tuve miedo a que, como Tina, se deprimiera y llorara. Pero luego recordé que, a diferencia de ella, jamás echó de menos aquellas noches en vela porque se montó su propio huerto y se buscó una nueva rutina, despreocupado gracias a la fantástica pensión por la que peleó su comité de empresa. Esa es la dignidad que merece quien fabrica tu plancha, quien te sirve la tortilla.

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