Creyentes de la desinformación
Las teorías conspirativas han pasado en EE UU de ser un fenómeno de personas y espacios marginales a una pauta generalizada que afecta a entornos diversos
El creyente verdadero ansía certezas ante la inseguridad de lo desconocido. Persigue el orden cuando las situaciones están fuera de lugar. Procura explicaciones significativas en la arbitrariedad del sinsentido.
El creyente verdadero se siente atrapado en sí mismo y en una sociedad que, como en un mal sueño, avanza al ralentí cuando acecha el peligro. Acusa a su entorno, no tanto de opresión o maldad como de debilidad e incompetencia para la acción resolutiva. Desea una transformación prodig...
El creyente verdadero ansía certezas ante la inseguridad de lo desconocido. Persigue el orden cuando las situaciones están fuera de lugar. Procura explicaciones significativas en la arbitrariedad del sinsentido.
El creyente verdadero se siente atrapado en sí mismo y en una sociedad que, como en un mal sueño, avanza al ralentí cuando acecha el peligro. Acusa a su entorno, no tanto de opresión o maldad como de debilidad e incompetencia para la acción resolutiva. Desea una transformación prodigiosa de sus condiciones de vida y, al no encontrar las fuerzas de cambio, busca las fuentes de motivación en causas religiosas, nacionalistas o revolucionarias de distinta índole.
El profesional de las creencias convierte la frustración en esperanza en el futuro. Lo consigue generando desafección hacia el entorno que cuestiona y descalifica. Transmuta el miedo en una promesa de poder cuyos atributos encarna: vigor, seguridad, confianza en sí mismo. Aviva el hambre de fe e introduce la creencia que la satisface.
No hace mucho, tuve la oportunidad de hablar con un creyente verdadero. Un padre de familia de la tierra, propietario de una pequeña y exitosa empresa, de edad media, próspero y con estudios superiores. El punto de partida de la conversación fue el intento de asesinato de Donald Trump. Como si tirase del hilo de un encaje, el comentario destejió una urdimbre de complots, alianzas y maquinaciones de carácter terrenal y sobrenatural que resumiré en las siguientes líneas. Dios evitó que el expresidente norteamericano fuese asesinado. Intervino para salvar a la humanidad de una conjura judeomasónica que opera en la clandestinidad con la intención de hundir a la sociedad occidental tradicional, y que Trump combate. A la cabeza de este grupo se encontraría una maléfica cábala global. Una élite de hiperricos y poderosos formada por, entre otros, George Soros, Bill Gates y Jeffrey Epstein, el magnate condenado por tráfico sexual de menores. Todos ellos cómplices del bulo de la incidencia humana sobre el cambio climático, que no es más que una estratagema para enriquecerse con la transición energética a costa de empobrecer al ciudadano medio. Al igual que ocurre con los objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.
En otro orden de cosas, el apoyo de Estados Unidos en la guerra entre Ucrania y Rusia se explicaría por los negocios de Hunter Biden, el hijo del presidente, con las empresas locales. Los medios de comunicación dominantes y la clase política ocultarían esta realidad, porque de algún modo, forman parte de la trama. Las pruebas de esta información circulan en la sombra, por canales no convencionales. La epifanía final del relato llegó de la mano de una liga global de fuerzas redentoras: Donald Trump, Vladimir Putin y Xi Jinping libran juntos una guerra secreta para evitar el triunfo de los maléficos.
Nos hallamos ante el universo corrosivo de QAnon, el movimiento de teorías conspirativas de la extrema derecha norteamericana cuyos seguidores fueron encarcelados por participar en la insurrección del 6 de enero y a los que Trump ha prometido perdonar si gana las elecciones de este año.
A menudo, las teorías conspirativas parten de sospechas con fundamento (los vínculos entre Trump y Putin), dudas legítimas, problemas desatendidos (la creciente desigualdad económica) o de difícil solución (los desafíos del cambio climático). Anclajes inciertos para un relato figurado que nos habla tanto de las tribulaciones que nos afligen como de la psique de los neófitos. Creyentes de la desinformación que siguen una propensión tan ancestral como el trazar líneas imaginarias en el cielo nocturno que conecten puntos estelares y les devuelvan un patrón de formas reconocibles: una cruz, un oso, un carro. Un mapa parcial de apariencia consistente que les guie ante lo ininteligible y dé forma a la multiplicidad informe. Como en las constelaciones, esta lógica permite incorporar nuevos aspectos en beneficio de la idea central. El reciente apagón informático de Microsoft se atribuye a la secta del conciliábulo —en esta ocasión, al World Economic Forum—, igual que el cochero se vincula al carruaje en la constelación del Auriga. Mientras preserve la coherencia, se pueden añadir de sucesivas eventualidades de modo indefinido.
En Estados Unidos, las teorías de la sospecha han pasado de ser un fenómeno de personas y espacios marginales a una pauta generalizada que afecta a entornos diversos: evangelistas, nacionalistas cristianos, graduados de Harvard, familias integradas con trabajos bien remunerados que por razones varias se alienan con doctrinas tipo QAnon... Según una encuesta que llevó a cabo la CNN el año pasado, el 70% de los votantes republicanos creen que la victoria electoral de Biden en 2020 fue ilegal.
Como profesional de las creencias, Donald Trump denigra la oficialidad dominante. Despierta aversión hacia el orden existente al cuestionar la validez del proceso electoral de 2020. Sus salidas de tono e incorrección política transmiten la idea de que no forma parte del degradado establishment. Azuza el sentimiento de agravio y no duda en hacer guiños a las teorías de conspiración. Sabe que evangelistas y nacionalistas cristianos, muy presentes en el mundo QAnon, lo apoyan, a pesar de sus escandalosas carencias morales —infidelidades, relaciones con prostitutas, más los 34 cargos por los que ha sido condenado—, porque creen que sirve a un propósito superior, un cometido divino, una cruzada de carácter bíblico en un mundo que se desmorona. Denuncia la incompetencia y lasitud del Gobierno demócrata en cuestiones como la política de inmigración o la caótica salida de Afganistán. Por contraste, pretende proyectar una imagen de poder y fuerza para liderar, como quedó plasmado en el gesto desafiante de alzar el puño tras el intento de asesinato. Transmite esperanza y fervor hacia el futuro con mensajes ambiguos pero contundentes, como cuando afirmó que, si gana las elecciones, en 24 horas encontrará la fórmula para acabar la guerra de Ucrania. O acertijos crípticos e inquietantes. En julio, prometió a una multitud que, si en noviembre regresa a la presidencia, dentro de cuatro años no tendrán que volver a votar.
El problema de recurrir a mentiras que suenan veraces para alcanzar un fin político es el coste de las promesas irrealizables. De vender humo, proyectar quimeras, inducir falsas expectativas. Cuando la utopía se suelta por las calles, conviene buscar refugio, escribe Eric Hoffer, en El verdadero creyente: Pensamientos sobre la naturaleza de los movimientos de masas —una obra publicada hace 70 años, tan válida entonces como hoy— pues, a menudo, existe una incongruencia monstruosa entre las esperanzas —por muy nobles que sean— y la acción que les sigue. “Es como si doncellas cubiertas de hiedra y jóvenes con guirnaldas fuesen a anunciar los cuatro jinetes del apocalipsis”.
Finalizada la conversación, me quedé pensando que otras interpretaciones teleológicas eran posibles. Habiendo invocado Joe Biden públicamente al Todopoderoso para que le enviase una señal de renuncia, este lo hizo ante las cámaras por medio de Trump. El atentado despertó en el presidente una conciencia de falta de permanencia que determinó el paso del testigo a la vicepresidenta Kamala Harris. Sería ella quien salve a la humanidad de Trump y su alianza con Putin y Xi. Tendremos que esperar a noviembre para averiguarlo.