El debate | El reconocimiento del Estado palestino

Los principales partidos españoles pactaron un consenso sobre Palestina hace una década. La discrepancia está en el momento adecuado para dar el paso

El presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, durante una sesión de la Asamblea General de la ONU.ANDREW GOMBERT (EFE)

El Gobierno de España está tratando de acelerar el reconocimiento del Estado palestino como paso necesario para llegar a una paz duradera en Oriente Próximo, alrededor del consenso internacional sobre la solución de los dos Estados. El debate político está en los tiempos de esa decisión. El PSOE rechaza el reconocimiento unilateral —como le piden los partidos a su izquierda— ...

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El Gobierno de España está tratando de acelerar el reconocimiento del Estado palestino como paso necesario para llegar a una paz duradera en Oriente Próximo, alrededor del consenso internacional sobre la solución de los dos Estados. El debate político está en los tiempos de esa decisión. El PSOE rechaza el reconocimiento unilateral —como le piden los partidos a su izquierda— pero ha apostado por acelerar los plazos y articular un grupo de países europeos que reconozcan conjuntamente a Palestina como estado independiente. El PP también apoya la idea del reconocimientono sin debate interno— pero exige esperar a que la Unión Europea tome una decisión conjunta.

Para exponer estos argumentos, escriben José Manuel García-Margallo, eurodiputado por el PP y exministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación, y Juan Fernando López Aguilar, eurodiputado por el PSOE, exministro de Justicia y presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del Parlamento Europeo.


Una cuestión irrelevante en el contexto actual

José Manuel García-Margallo

Decía Ortega y Gasset, con relación a los conflictos bélicos, que “mal puede curar la tuberculosis quien la confunda con un resfriado”. Mucho menos con un brindis al sol. Siempre he manifestado que soy partidario de los dos Estados. La paz solo llegará cuando palestinos e israelíes, cada uno en su propio Estado, comprendan que pueden vivir juntos. Lo dije siendo ministro de Asuntos Exteriores, en mi comparecencia en el Congreso de Diputados el 16 de septiembre de 2014, y en la Resolución 2334 del Consejo de Seguridad del 23 de diciembre de 2016. La solución alternativa, un estado binacional que englobase Gaza y Cisjordania, sería contraria a los intereses de Israel, puesto que en el nuevo Estado la población estaría dividida por la mitad y a medio plazo los árabes serían mayoría, dada su tasa de fertilidad.

La fórmula es menos sencilla de lo que parece, porque lograr un Israel seguro y una Palestina viable requiere resolver problemas identificados desde hace tiempo. Exige que los dos se sienten a negociar materias como la delimitación de fronteras, el regreso de los refugiados, la proclamación de Jerusalén como capital de ambos Estados y la eliminación de los asentamientos judíos en Cisjordania.

De entrada, habría que aclarar quién representaría a Palestina en esa mesa: ¿el presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Mahmud Abbas, que en la práctica solo controla Cisjordania? ¿O Hamás, que ni obedece a la ANP, ni reconoce el derecho a existir de Israel, ni renuncia a la violencia? Lo que no ofrece dudas es el interlocutor de la otra parte: el primer ministro Benjamín Netanyahu, en cuya base electoral tienen mucho peso los colonos establecidos en Cisjordania y cuyo desmantelamiento es imprescindible para crear un estado viable.

Tras los atentados terroristas de Hamás en Israel del 7 de octubre pasado, Netanyahu está absolutamente decidido a acabar con Hamás, desmantelar sus infraestructuras en Gaza y responder a las agresiones de Irán y sus satélites o asociados (especialmente Hezbolá en el Líbano, los hutíes en el Yemen y las milicias chiíes en Irak y Siria), bombardeando sus instalaciones nucleares e, incluso, si la situación lo exige, utilizando armas atómicas tácticas. Y lo que es más importante: ha declarado públicamente su oposición a negociar con la Autoridad Palestina cuando finalice la actual guerra. Reconocer Palestina como Estado sería visto como una claudicación ante el terrorismo de Hamás, cuando nunca como ahora han cobrado mayor sentido las palabras de Golda Meir de que “los judíos no tenemos otro lugar a donde ir. Tenemos que pelear”. Por tanto, es ilusorio que Israel acepte negociar algo que no fuese rubricado tanto por la ANP como por Hamás, además de estar garantizado por todos los países de la zona, incluyendo Irán.

En cualquier caso, la negociación entre ambas partes sería solo el primer paso, porque los líderes judíos no se fían de que Hamás, Irán y sus satélites estén dispuestos a renunciar, si se dieran las circunstancias, a la destrucción de Israel. La demanda básica, incluso de los israelíes más moderados, es que Israel sea reconocido como un Estado judío, un atributo difícil de aceptar para la mayoría de los musulmanes, porque implica una adhesión religiosa y territorial. Los palestinos, por su parte, no pueden sostener por sí solos el resultado del proceso de paz, a menos que sea respaldado no solo por la tolerancia sino por el apoyo activo de otros gobiernos regionales y por la comunidad internacional.

Por eso, la situación actual hace irrelevante plantear el reconocimiento de Palestina como Estado, más allá de usarlo como un trampantojo, “los cuadros plásticos”, en palabras de Ortega. Si de verdad queremos avanzar en una solución definitiva al conflicto, sería mucho más eficaz una decisión conjunta de la Unión Europea que indujese a los Estados Unidos a seguir sus pasos.


No a la venganza infinita

Juan Fernando López Aguilar

“No more blood! Enough!” (¡no más sangre! ¡Basta!), proclamó Isaac Rabin al firmar los Acuerdos de Oslo (1993). En 1995, el primer ministro laborista moría asesinado por un ultranacionalista judío. Trágicamente encallaba la oportunidad más lograda de poner fin al conflicto que envenena Oriente Próximo y desafía la paz mundial, y cuyas raíces remontan a inicios del siglo XX, antes de la primera guerra árabe israelí (1948). Seguirían muchas: 1967, 1973, 1982, sucesivas intifadas, y esta ofensiva en Gaza, cuyo doloroso balance de muertes de civiles inocentes —tantas niñas y niños— crece pavorosamente desde el ataque terrorista de Hamás, el pasado 7 de octubre.

Las instituciones de la ONU y la UE condenaron sin reservas tan criminal incursión, exigiendo la inmediata e incondicional liberación de rehenes. Pero ante la devastación causada por la reacción de Netanyahu —expuesta como nunca antes al escrutinio público—, han invocado igualmente el respeto del Derecho que rige incluso en la guerra y en la legítima defensa bajo sujeción a las reglas de proporcionalidad que previenen represalias indiscriminadas y bloqueos que condenen a la entera población al hambre, enfermedades y desesperación. Tal consternación explica que, finalmente, el Consejo de Seguridad —con la abstención de EE UU— adoptase su Resolución reclamando el alto el fuego y un espacio para el cauce a la ayuda humanitaria que frene la actual agonía de asfixia e inanición, previa a la reparación del sufrimiento y la destrucción.

Tras tantas ocasiones perdidas, errores acumulados e intransigencias cruzadas, nada será suficiente si, además, no se abordan las condiciones necesarias para el reconocimiento del derecho palestino a su Estado en la región largamente torturada por un determinismo intergeneracional que la condena al miedo, la violencia y el horror, aceptando compartirla con Israel, inexorable, con su historia irreversible de Estado reconocido. Está ahí para quedarse: tiene derecho a existir y a la seguridad frente a cualquier amenaza.

Pero harán falta dos Estados. Un sólido acervo de resoluciones de la ONU ampara las esperanzas palestinas de disponer del suyo. Tras el encadenamiento de crisis bélicas, catástrofes (nakba) y cronificación de un drama que el solo paso del tiempo no disuelve ni resuelve —por contra, lo recrudece—, ¿hay alguien dispuesto a dar un paso que promueva, con coraje, pasar de las palabras a los hechos moviendo el tablero de un orden internacional cuestionado, sea por su obsolescencia, sea por su impotencia ante fuerzas que lo quiebran? Moral y políticamente, la respuesta, imperativa, valora la iniciativa del Gobierno de España y liderada por el presidente Sánchez, con un empeño global insólito en nuestra diplomacia. De ahí el coraje de aumentar su contribución a la UNRWA y los apoyos cosechados —comenzando por Noruega— en su gira para concertar voluntades y designios con que, este mismo año, España y otros reconozcan el Estado Palestino junto a quienes en la UE ya apostaron por ello. No puede demorarse más la responsabilidad colectiva en aportar la esperanza de que Palestina será un actor reconocible con asiento en la Asamblea de las Naciones Unidas. Con voz en una conferencia internacional de paz que, con la Liga Árabe, lo haga viable, convenciendo a quienes aún persisten en denegar a Israel su aspiración de vivir sin temor a la agresión de milicias hostiles, escaladas expansivas y represalias desde Irán.

El establecimiento de un Estado bajo la ANP, comprometido con la ley, las fronteras de Israel y la erradicación de todo terrorismo, en un territorio habitable uniendo Gaza y Cisjordania por un corredor practicable, será, por último, la base —y, a futuro, garantía— de esa “paz justa y duradera” y del “¡no más sangre!” del que se dolió Rabin hasta costarle una vida distinguida con el Nobel. Una paz aún pendiente para la humanidad en la que, de una vez, coexistan palestinos e israelíes. Y la sola alternativa a la espiral del resentimiento y la venganza infinita.



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