Defender cada centímetro de democracia

Aunque la UE resiste mejor que otros el deterioro democrático global, abundan motivos de inquietud que reclaman frenar una polarización salvaje

Desde la izquierda, los primeros ministros de Eslovaquia, Robert Fico; Polonia, Donald Tusk; República Checa, Petr Fiala, y Hungría, Viktor Orbán, el pasado día 27 en una reunión del Grupo de Visegrado en Praga.David W Cerny (REUTERS)

En su discurso sobre el estado de la Unión, Joe Biden dijo que, a su juicio, en EE UU la democracia y la libertad están bajo ataque como nunca “desde el presidente Lincoln y la guerra civil”. Tiene razón. La posibilidad de un regreso de Trump al poder es un riesgo enorme. Biden también subrayó las...

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En su discurso sobre el estado de la Unión, Joe Biden dijo que, a su juicio, en EE UU la democracia y la libertad están bajo ataque como nunca “desde el presidente Lincoln y la guerra civil”. Tiene razón. La posibilidad de un regreso de Trump al poder es un riesgo enorme. Biden también subrayó las amenazas que la democracia afronta en otros lares. En efecto, el panorama global no es prometedor. El estudio anual de The Economist Intelligence Unit (publicado en febrero) registró, una vez más, un deterioro de la calidad democrática global, agravando una senda de descenso casi ininterrumpida desde 2015.

En lo que concierne a la UE, el veredicto del informe para Europa occidental —categoría que incluye a gran parte del bloque— fue de estabilidad entre 2022 y 2023, pero la región sigue claramente por debajo del pico de calidad alcanzado en 2008. En conjunto, visiones apocalípticas son injustificadas. Pero no hay ningún margen para la autocomplacencia.

Los motivos de preocupación son múltiples. Por el lado de la acción gubernamental, más allá de extremos como la deriva autoritaria brutal de Hungría, asistimos al aflorar de episodios inquietantes, como las maniobras del primer ministro eslovaco, Robert Fico, que acaba de cerrar la fiscalía especial anticorrupción, o las que le han granjeado a Grecia una resolución del Parlamento Europeo que manifiesta su preocupación acerca de la libertad de prensa, el trato policial a los migrantes y las escuchas a opositores políticos.

Por el lado de los votantes, vimos tasas de abstención muy fuertes en las últimas elecciones en Francia e Italia, un claro síntoma de desapego. Un estudio publicado a finales de febrero por el Pew Center (con unos 31.000 encuestados en 24 países) aporta otros valiosos datos acerca de la desafección democrática. Entre ellos, dos muy interesantes sobre España: es el país de los 24 objeto de estudio en el que es más alto el porcentaje de encuestados que considera que a los políticos no les importa lo que piensan personas como ellos (un 85%, frente a una media del 74%); y es uno de los países en los que, en comparación con una radiografía equivalente hecha en 2017, más ha aumentado el porcentaje de quienes consideran favorablemente un Gobierno de técnicos en vez de políticos (era un 49% a favor y otro tanto en contra entonces; ahora un 65% lo ve bien, y solo un 34% mal).

Por el lado de los votantes, por supuesto, también hay que tomar nota del auge de voto extremista. Hoy, en Alemania, AfD, partido con componentes extremadamente inquietantes, es el segundo en intención de voto. Por la izquierda, se está configurando una formación escéptica con el cambio climático y reacia a apoyar a Ucrania. En Italia, Meloni está gobernando de forma más pragmática de lo que algunos pensaban, pero es un hecho que el panorama político está dominado por fuerzas excéntricas y no especialmente tranquilizadoras en cuanto a perspectivas de refuerzo de una democracia insatisfactoria (menor calidad, según el EIU, que las de Francia, Alemania o España).

El diagnóstico no tiene secretos. Muchos están disgustados con cómo las democracias europeas han gestionado fenómenos como la globalización o la inmigración. Graves episodios de corrupción indignan. La polarización, enconada por las redes sociales, galopa, y dificulta la acción política consensuada y moderada. Lentitud e ineficacia de las respuestas democráticas en un mundo cada vez más turbulento, cambiante y vertiginoso crean frustración.

Por supuesto, hay luces en el horizonte. Las democracias de la UE respondieron de forma solidaria a la crisis pandémica. Polonia logró librarse en las urnas de los promotores de una pavorosa deriva autoritaria. Francia acaba de enviar un estupendo mensaje elevándose por encima de las tan a menudo patéticas trincherillas partidistas para consagrar por abrumadora mayoría en la Constitución el derecho de las mujeres al aborto. Pero las amenazas son serias, no podemos no ver que incubamos virus, que la defensa de la democracia requiere esfuerzo constante y disposición generosa y valiente.

En una tribuna recientemente publicada en este diario, el presidente de Brasil. Luis Inácio Lula da Silva, defendió que “la respuesta a los ataques a la democracia es mejorar la vida de las personas”. Tiene por supuesto razón. Servicios públicos que garanticen cohesión social, como él promueve en su país, son esenciales. También lo es responder a los ataques a la democracia, como el de Rusia en Ucrania, con los tanques. Si no es enviando tanques o sancionando al agresor, al menos deberían evitarse equidistancias entre agresor y agredido, que él ha marcado públicamente.

La democracia no puede darse por descontada. Hay que defenderla centímetro a centímetro. Todos estamos convocados a ello, cada cual dentro de sus capacidades. En la UE hay mucho trabajo interno por hacer, sobre todo para superar la enfermedad de una polarización enconada, alejada del interés colectivo y de datos contrastables, que unos espolean sin escrúpulo, y en la que muchos otros acaban alimentando la espiral. Pero también lo hay para defenderse de las amenazas externas. Hay una —Rusia, con el apoyo militar de Irán y Corea del Norte, y político-económico de China— que reclama que no miremos hacia otro lado.

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