Supremo, terrorismo y amnistía
La causa abierta contra Puigdemont en el alto tribunal se basa en indicios que otros jueces calificaron solo de desórdenes públicos
El Tribunal Supremo decidió este jueves investigar por un supuesto delito de terrorismo al expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, huido de la justicia española, y al diputado de ERC en el Parlamento de Cataluña Rubén Wagensberg por su presunto papel en las protestas que siguieron a la sentencia del procés ...
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El Tribunal Supremo decidió este jueves investigar por un supuesto delito de terrorismo al expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, huido de la justicia española, y al diputado de ERC en el Parlamento de Cataluña Rubén Wagensberg por su presunto papel en las protestas que siguieron a la sentencia del procés en octubre de 2019, organizadas por el llamado Tsunami Democràtic.
El auto del Supremo asume en su práctica totalidad, sin cautelas, las tesis del juez García-Castellón, que hace solo tres meses derivó en imputación a Puigdemont una investigación abierta hace cuatro años a partir de hechos ya investigados por tres juzgados de Barcelona. Todos ellos acordaron el sobreseimiento provisional por falta de autor conocido y abrieron causa por un delito de desórdenes públicos, nunca por terrorismo. La investigación de García-Castellón dormitó cuatro años sin que en ese tiempo se practicaran diligencias o detenciones a la altura y con la premura que se supone a la persecución de un delito que afecta tanto a la seguridad como el terrorismo. La causa se reactiva el 6 de noviembre coincidiendo con el tumultuoso otoño español de 2023, cuando, tras fracasar Alberto Núñez Feijóo en su investidura, Pedro Sánchez anuncia estar dispuesto a intentarlo pactando una ley de amnistía a cambio de los votos de Junts, el partido de Puigdemont. Una mayoría de diputados del Congreso aprobó después el inicio de la tramitación de la ley.
El mismo García-Castellón en su auto del 6 de noviembre explicó que no procedía todavía enviar este asunto al Supremo porque le faltaba precisar mejor la participación de los dirigentes independentistas y que debía continuar haciendo diligencias. Dos semanas más tarde, sin una sola diligencia nueva, remitió la causa al alto tribunal. Acababa de celebrarse la sesión de investidura de Pedro Sánchez.
Que la actuación del expresident catalán haya podido merecer repudio penal no autoriza a un todo vale inculpatorio. Para la Fiscalía española, cada uno de los indicios esgrimidos por García-Castellón y asumidos ahora por el Supremo “constituyen meras conjeturas o sospechas”. En el mismo sentido se pronunciaron el fiscal de la Audiencia Nacional —la que entiende de terrorismo en España— y el fiscal del Supremo, que analizó el caso a fondo. Una discrepancia tan radical entre quien acusa y quien está llamado a juzgar en la última instancia judicial española sobre la imputación de un delito tan grave como el de terrorismo no puede provocar sino una profunda inseguridad jurídica. Estamos asistiendo a una extraña inversión de roles: la Fiscalía rechaza por endebles indicios muy circunstanciales y pruebas indirectas —como recomienda la propia jurisprudencia del Supremo— mientras el tribunal, guardián de todas las garantías, los acepta acríticamente.
Las dudas sobre lo que se conoce del caso no son menores. Afectan a la arquitectura de la imputación personal al basarse, por ejemplo, en mensajes cruzados entre terceras personas colaboradoras del expresident anunciando que le informarían de las protestas o en la mención a una presunta reunión en Ginebra de la cúpula de Tsunami en la que participó Puigdemont junto con otros dirigentes secesionistas a los que el instructor no persiguió. Pero también afectan a la propia interpretación de los hechos, basada en jurisprudencia muy colateral: si las sentencias sobre la kale borroka estipulaban la comisión de “terrorismo callejero” es porque eran actos conectados con terrorismo verdadero: amenazas, secuestros y asesinatos.
Por su parte, la interpretación doctrinal es, como poco, polémica: ¿basta la intención de subvertir el orden constitucional o la paz pública para cometer un delito de terrorismo? De ser así, todo desorden público al que se le sume una intención política se convierte en terrorista. Tal razonamiento concedería al Estado una desproporcionada capacidad de restringir el derecho a la protesta.
Existe, además, otra inquietud que resulta vital despejar por el bien de la salud democrática española: el hecho de que la cronología última de esta investigación judicial discurra en paralelo a la actividad del poder legislativo. No hay nada más desestabilizador para la confianza ciudadana en las instituciones que la duda sobre el significado de tal coincidencia.
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