El malestar del campo
El descontento de los agricultores ha sido silencioso y soterrado porque impugna el mercado global y el necesario progreso verde
Dolors canturrea Yo no soy esa mientras masajea la espalda a su marido. Es una de las escenas de Alcarràs. No es fisioterapeuta, es ama de casa. El trabajo en el campo es duro y Quimet está hecho polvo. Mientras él se remoja los pies en la bañera junto a sus hijos, ella aprieta sus manos gruesas en la espalda para paliarle el dolor a un hombre con pocas ganas de hablar porque no hay nada más que decir. Aca...
Dolors canturrea Yo no soy esa mientras masajea la espalda a su marido. Es una de las escenas de Alcarràs. No es fisioterapeuta, es ama de casa. El trabajo en el campo es duro y Quimet está hecho polvo. Mientras él se remoja los pies en la bañera junto a sus hijos, ella aprieta sus manos gruesas en la espalda para paliarle el dolor a un hombre con pocas ganas de hablar porque no hay nada más que decir. Acaba de visitarlos el propietario de las tierras que ya cultivaba su padre. Les ofrece una alternativa laboral. Como le resulta más rentable instalar placas solares que dedicarlas al melocotón, quizá los payeses de mediana edad querrían llevar el mantenimiento de esa parcela dedicada a la producción de energía solar. Dolors se unta las manos, sigue con el masaje y lo deja caer. “Con eso de las placas, trabajas menos y cobras más”. Es la lógica que Quimet no quiere entender, es la conversación que no puede mantener. Se levanta y se va.
Desde hace tres décadas, el espacio de la película de Carla Simón ha tenido un riquísimo tratamiento cultural a través del cual el malestar de los agricultores ha podido comprenderse mientras iba desapareciendo la civilización que describía. Y ahora, además, no llueve. Los pueblos en la frontera entre Lleida y Aragón, gracias a libros y películas, han acabado siendo paradigma de lo glocal, espacios reales donde lo infinitamente pequeño se transforma en universal.
En La tierra retirada —una memoir de culto de Mercè Ibarz publicada por primera vez en 1993— aparecía un juicio contundente que traduzco del catalán y que identifica el origen de ese malestar: “No ha habido Gobierno posfranquista alguno que haya hecho ni parece que hará nada para que los tratos del comercio con la agricultura sean respetados”. Al cerrar ese ciclo literario con Tríptico de la tierra, en 2020, Mercè Ibarz incluyó un prólogo cuyo primer párrafo se cerraba sin nostalgia y con una confesión: su hermano había dejado de cultivar las tierras de la familia.
“En ocasiones pienso que todo lo que viví aquí hace 30 años aún pertenecía a la sociedad tradicional, si es que eso existió alguna vez”. Lo dice Francesc Serés en un pasaje de La pell de la frontera (2014) tras haber reseguido con la mirada las hileras de melocotoneros donde descubre el cartel de la empresa que los explota y contra la que no se puede competir. El libro de Serés está centrado en la descripción del contacto de la inmigración con el mundo del que él proviene, son vidas más que lecciones, pero hay un pasaje en el que su memoria se solapa al diálogo con un agricultor y entonces sintetiza cómo la lógica del negocio agrícola imposibilita la supervivencia del productor mediano y lo deja en tierra de nadie. Nada que no se sepa. Nada que se sepa cómo resolver.
El malestar de los agricultores ha sido silencioso y soterrado porque impugna el mercado global y el necesario progreso verde que se propone paliar los efectos tangibles del cambio climático. Pero no es una novedad que nos haya sorprendido cuando los tractores, aquí como en tantos lugares de Europa, han ocupado las ciudades. Interpretamos estas escenas como una forma de pintoresquismo con la que es fácil solidarizarse porque así evitamos enfrentarnos a las contradicciones de un malestar que choca con las convicciones liberales. O, peor, buscamos la conexión entre la protesta y la extrema derecha para dar con la respuesta política esquemática que permite no tener que asumir el precio de sus razones. Son económicas, se transforman en existenciales y duelen.