La edad del pavo

Este mundo se ha ido liando cada vez más como para ponerse a pedir que se debatan las políticas o se respeten las reglas de juego

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, durante el pleno del Congreso este miércoles en el Senado.Rodrigo Jimenez (EFE)

Para intentar entender las cosas lo primero que hay que procurar es saber lo que significan. Y esto está empezando a ser extremadamente complicado. El partido que en España se declara constitucionalista lleva cinco años sin cumplir un mandato al que lo obliga la Constitución. Y ...

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Para intentar entender las cosas lo primero que hay que procurar es saber lo que significan. Y esto está empezando a ser extremadamente complicado. El partido que en España se declara constitucionalista lleva cinco años sin cumplir un mandato al que lo obliga la Constitución. Y un Gobierno que no deja de proclamarse progresista pacta con fuerzas que no tienen ni el menor rastro de esa sensibilidad. Esto sucede, además, dentro de la más estricta normalidad, con luz y taquígrafos, a nadie se le mueve ni un solo cabello. Lo dicen, lo afirman con solemnidad, lo repiten una y mil veces sin el menor remilgo. Esto es así, y punto, sostienen con desparpajo, sonríen y se dejan fotografiar. Poco se sabe, por lo demás, sobre lo que significa ser constitucionalista o qué es eso de creerse progresista en estos tiempos de tantos cambios vertiginosos que a ratos parece que se escapan de las manos. El delirio llega cuando fuerzas políticas que compartían parecidos proyectos se pelean a muerte por defender quiénes son los progresistas de verdad y quiénes los que hacen trampa.

Tampoco resulta fácil comprender en este momento qué papel juegan las instituciones. El Parlamento fue el miércoles un jolgorio. Cambió de sede, por lo pronto, por unas obras en el Congreso y sus tareas se trasladaron al edificio del Senado. Esto tuvo que producir cierto desconcierto en los diputados, a quienes se les vino por delante fue una tarea titánica. Tuvieron que votar tres decretos, que contenían cada uno un montón de propuestas y muchas de ellas de extraordinaria relevancia, y les tocaba pronunciarse también sobre el techo de gasto y la senda del déficit, y sobre las enmiendas a la totalidad de la ley de amnistía hechas por la derecha y la ultraderecha. Solo contarlo ya produce cansancio y un tanto de ansiedad: estaban en juego la revalorización de las pensiones, la subida o bajada de la cesta de la compra, la llegada de más fondos europeos, etcétera. Si el Parlamento está concebido para discutir las cosas y, antes incluso, para explicarlas, el desafío del otro día resultaba colosal. El caso es que, por lo que cuentan las crónicas, el sentido de la votación final se estaba decidiendo en otra parte, como a escondidas. Hubo un momento en que los tres decretos parecía que se iban al garete y, poco después, dos de ellos salían adelante. Eso sí, con su elemento de tensión. Alguien se equivocó al votar y hubo que repetir el proceso

Un espectáculo total, que se quiere wagneriano, pero que tiene demasiados elementos de Mortadelo y Filemón. Si alguien se queja del desbarajuste, casi mejor hacerse el sordo. Este mundo se ha ido liando cada vez más como para ponerse a pedir que se debatan las políticas o se respeten las reglas de juego.

Así están las cosas, y los hay que dicen que el problema es que las sociedades se han infantilizado, pero quizá se equivoquen. Los niños se siguen tomando en serio lo verdaderamente importante: jugar. Más bien parece que el mundo entero esté atravesando la edad del pavo. Somos adolescentes inseguros, todo nos rebulle por dentro y queremos gobernar las cosas a nuestra manera, pero acudimos al cabo a protegernos en el grupo, en la tribu, en la hinchada. Y, en ese punto, en el de ponerse a bailar al compás de las ilusiones de los nuestros, ¡qué importa entender las cosas!


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