Yo, ‘boomer’

El sueldo de entrada a los trabajos de entonces es ahora el de la clase media alta y eso desata una guerra generacional absurda

Manifestación de jóvenes investigadores contra la precariedad del sector, en 2002.ULY MARTÍN

Nunca fui becaria, porque jamás cobré una beca, ni de estudios ni de prácticas. Pero sí fui precaria antes de que se acuñara el término, porque durante años trabajé como la que más sin más convenio que el de “tanto haces, tanto cobras”, ni más colchón que el de mi camita de 90 en casa de mis padres. Lo normal en la época, vamos. Así hasta que, a los 25 años, ya calada y catada como los melones, firmé mi primer contrato en una cat...

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Nunca fui becaria, porque jamás cobré una beca, ni de estudios ni de prácticas. Pero sí fui precaria antes de que se acuñara el término, porque durante años trabajé como la que más sin más convenio que el de “tanto haces, tanto cobras”, ni más colchón que el de mi camita de 90 en casa de mis padres. Lo normal en la época, vamos. Así hasta que, a los 25 años, ya calada y catada como los melones, firmé mi primer contrato en una categoría entonces conocida como “puta base”, y pude empezar a vivir por mi cuenta y riesgo. Ya está otra vez la boomer con sus batallitas de privilegiada, su buen trabajo, sus buenos trienios cotizados, su adosado en la periferia y su SUV etiqueta eco con el que comerse los 60 kilómetros de casa al curro y viceversa, dirán los jóvenes. Estoy de acuerdo, pero el problema es otro. El problema es que el sueldo que entonces correspondía a los puestos de entrada a los trabajos es ahora el de la clase media alta de los oficios, y eso, a veces, desata una guerra generacional absurda entre los veteranos del oficio que pudimos comprarnos una casa hipotecándonos 30 años al 17%, y los colegas con quienes trabajamos codo con codo, podrían ser nuestros hijos, y no pueden ni pensar en ello.

La periodista Ainhoa Pérez escribió esta semana una carta a la directora de este periódico en la que se lamentaba amargamente por seguir siendo becaria a los 26 años, seguir teniendo que vivir con sus padres e ir ya “tarde” para lograr el trabajo de sus sueños, comprar un piso y ser madre. Comprendiendo su desesperanza, no comparto el tremendismo de dar por finiquitada una vida antes de empezarla. No se trata de competir por quién es más pobre, quién picó más piedra de joven, a quien putearon más los patrones o quién tiene el futuro más negro, sino de luchar, juntos, por nuestros derechos. Sé de qué hablo. El otro día, pasé con mis herederas por una residencia de ancianos llamada Años Dorados y se me ocurrió bromear con ir reservando plaza. No pillaron la gracia. Así que, antes de liquidarla, ya estoy pensando en pedir una hipoteca inversa del adosado para poder pagármela. Estamos todos jodidos, Ainhoa, aunque hagamos como que no va con nosotros. Al tiempo.

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