Desaceleración suave

La economía de los países occidentales resiste a la crisis energética, la subida de tipos y las tensiones geopolíticas

Dos trabajadores ajustan los componentes del motor de un Airbus A320, en la planta de Safran en Villaroche, Francia,Nathan Laine (Bloomberg)

La economía mundial desafía la ley de la gravedad, al menos la que pintaban las lóbregas predicciones para 2023. Entre las grandes potencias, el ritmo de crecimiento ha ido aflojando, pero la fortaleza de los mercados laborales y la reducción de los niveles de deuda han permitido a los hogares —y a las empresas— capear el temporal sin grandes daños, a pesar de la abrupta subida del precio del dinero. Tampoco...

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La economía mundial desafía la ley de la gravedad, al menos la que pintaban las lóbregas predicciones para 2023. Entre las grandes potencias, el ritmo de crecimiento ha ido aflojando, pero la fortaleza de los mercados laborales y la reducción de los niveles de deuda han permitido a los hogares —y a las empresas— capear el temporal sin grandes daños, a pesar de la abrupta subida del precio del dinero. Tampoco los emergentes han sufrido nada parecido a la temida crisis de deuda que acompaña en no pocas ocasiones el alza de los tipos, si bien la desaceleración de China se deja sentir mucho más allá de sus fronteras, y Alemania —y con ella la UE— es una de las economías más perjudicadas por el frenazo del gigante asiático.

Tras un 2023 por encima de las expectativas, en EE UU y en el conjunto de Europa cabe esperar un aterrizaje suave. Así lo dicta el consenso de los analistas y el FMI. La experiencia histórica dice que cuando suben los tipos de interés, especialmente de una forma tan agresiva, es difícil esquivar la recesión. Y, sin embargo, salvo algún trimestre en números rojos, los colchones existentes han amortiguado el triple choque de la crisis energética, el encarecimiento del crédito y las turbulencias geopolíticas. Los expertos consideran que desde la Gran Recesión el sistema económico ha mejorado su resiliencia: la banca está más capitalizada, no se ven burbujas inmobiliarias como las de hace 15 años y tanto las familias como las empresas han refinanciado sus deudas. Además, las economías se benefician aún de la inercia de los impulsos fiscales de la pandemia. Y la economía global ha aprendido a moverse con una inflación más alta y tipos más elevados sin grandes sustos, aunque hay economistas que sostienen que el efecto del endurecimiento de la política monetaria aún no se ha dejado ver del todo. En los próximos meses es previsible que la moderación de los precios permita a los salarios recuperar poder adquisitivo, pero eso no será suficiente para cerrar la brecha generacional que separa a los trabajadores más jóvenes de sus mayores en un mercado laboral como el español.

Ese aterrizaje suave, sin embargo, no está garantizado en un mundo caracterizado por la incertidumbre radical, geopolítica y económica. Porque, pese a todo, la fragilidad sigue ahí, tras un reguero de crisis. La inflación se ha moderado desde los picos de 2022, pero aún sigue en tasas demasiado altas para el gusto de los bancos centrales, y el encarecimiento del petróleo como consecuencia de los conflictos en liza no ayuda. Además, los ataques contra buques mercantes en el mar Rojo están provocando una de las mayores disrupciones en el comercio mundial desde la pandemia, con un encarecimiento de los fletes del 170%, aunque los expertos confían en que sea algo temporal. Las economías occidentales afrontan la dificultad de tener que reequilibrar sus cuentas tras años de apoyo público a las sucesivas crisis (pandemia, cadenas de suministro y energía). Pero con un año de elecciones en medio mundo —con casi la mitad de la población mundial llamada a las urnas— no caben esperar grandes restricciones por el lado del gasto.

La resiliencia de la economía global, en fin, ha sido más que notable en un entorno de políticas monetarias muy restrictivas y políticas fiscales menos expansivas. Pero hay retos que son inaplazables y exigen el rediseño de las políticas públicas. La urgencia de la descarbonización exige fuertes inversiones públicas y privadas. Los ritmos de actividad siguen siendo mediocres, muy desiguales y con pobres perspectivas a medio plazo: su corrección exige medidas para aumentar la productividad. Eso no suele ser ni fácil ni barato.

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