Utilidad de un datáfono roto
El móvil, que nos da un poder como nunca se ha visto, revela a la vez lo frágil de nuestra condición: basta un pequeño fallo para dejarnos desnudos
La gente puede comprar todos los días y ya casi a todas las horas, pero en el supermercado del barrio de mi pueblo la mayoría prefiere hacerlo los domingos a mediodía, en una costumbre extraña que ha convertido la tradicional hora del aperitivo en la hora de aparcar el coche en doble fila y guardar la cola hasta la caja y protestar si alguien pretende pasar primero con la excusa de que lleva solo una barra de pan recién recalentada y tiene mucha prisa, como si tú estuvieras allí por gusto. Que a lo mejor es eso, porque de los días de la semana has ido a escoger el de más afluencia pensando que...
La gente puede comprar todos los días y ya casi a todas las horas, pero en el supermercado del barrio de mi pueblo la mayoría prefiere hacerlo los domingos a mediodía, en una costumbre extraña que ha convertido la tradicional hora del aperitivo en la hora de aparcar el coche en doble fila y guardar la cola hasta la caja y protestar si alguien pretende pasar primero con la excusa de que lleva solo una barra de pan recién recalentada y tiene mucha prisa, como si tú estuvieras allí por gusto. Que a lo mejor es eso, porque de los días de la semana has ido a escoger el de más afluencia pensando que encontrarás algo abierto para comprar lo que, quizá, tampoco necesites tanto.
Al llegar mi turno, ocurrió que el datáfono no funcionaba. Me pidieron que, en vez de probar con el móvil, pasara directamente la tarjeta de crédito, pero no pude: no es que vaya sin dinero en efectivo; es que para los trayectos cortos a menudo no cojo ni la cartera. Está mal, supongo, pero me digo al salir de casa la misma frase que imagino que le diría a un agente si en ese trance me pidiera la documentación: era solo un momento. Al cabo, con frases así se han hecho carreras enteras, y uno no deja de estar tentado de probarlas si la vida te las da en suerte.
Sin dinero y sin tarjeta, el datáfono nos dejó a unos cuantos a la intemperie. Se vio entonces lo que cada cual estaba dispuesto a luchar por lo suyo: algunos dijeron de ir al banco a sacar dinero y aclararon en alto, sin que nadie hubiera pedido explicaciones, que era un problema en la Red, no en sus cuentas corrientes. Otros, más discretos, dejamos en el mostrador lo que estábamos dispuestos a pagar rendidos a la evidencia de que, en efecto, tampoco nos hacía tanta falta. Obscenamente, esa enseñanza moral nos la brindó el datáfono después de que hubiese terminado el Black Friday, no antes.
En el supermercado corrió una sensación que no era ni miedo ni pánico, aunque tuviera algo de ellas. Quizá fuera angustia, y resignación también. Los empleados temieron que hubiera vuelto a caer Redsys, la plataforma que soporta el pago por Bizum y el servicio de los cajeros y de los datáfonos, y cuyo colapso anterior había arruinado en unas horas miles de transacciones esa misma semana. Luego se vio que no, que se trataba de un problema puntual, suficiente para ponernos frente a varios espejos. El más obvio de ellos nos recordaba que aquello que nos da un poder como nunca se ha visto revela, a la vez, lo frágil de nuestra condición: basta con un pequeño fallo para dejarnos desnudos y al descubierto, porque a ese poder, al que llamamos teléfono móvil, le habíamos entregado lo que se canta en los boleros: lo que tenemos y, cada vez más, lo que somos.