De la inteligencia artificial al neolítico
Más que desarrollar la tecnología deberíamos dar prioridad a potenciar la política, otra política,
La cumbre internacional celebrada en el Bletchley Park de Londres sobre IA es bien expresiva de la inmensa capacidad tecnológica alcanzada por el ser humano. Es tan poderosa que nos asusta y nos obliga a intervenir antes de que pueda llegar a revertir en contra de su creador. Es lo que se llama el “síndrome de Frankenstein”, nuestro temor a que el desarrollo tecnológico pueda devenir en lo ...
La cumbre internacional celebrada en el Bletchley Park de Londres sobre IA es bien expresiva de la inmensa capacidad tecnológica alcanzada por el ser humano. Es tan poderosa que nos asusta y nos obliga a intervenir antes de que pueda llegar a revertir en contra de su creador. Es lo que se llama el “síndrome de Frankenstein”, nuestro temor a que el desarrollo tecnológico pueda devenir en lo contrario, que sea este quien acabe sometiéndonos a su poder. El éxito alcanzado es, pues, ambivalente: puede contribuir a introducir inmensas mejoras, pero contiene a la vez grandes peligros. Por lo leído en la prensa, lo que preocupaba, sobre todo, es su efecto sobre la privacidad, la desinformación, la discriminación y la seguridad. Y no deja de inquietar que se diga que el 70% de sus efectos están siendo predominantemente positivos. ¿Qué pasa con ese 30% restante?
Cambiamos de página del periódico y nos detenemos de nuevo ante la descripción de los horrores de la guerra de Ucrania o de la más reciente de Israel y Gaza. Es inevitable no pensar entonces en la enorme asimetría existente entre nuestra capacidad tecnológica, el potencial de nuestra inteligencia, y el primitivismo de nuestras pasiones e impulsos más primarios. Unas páginas más allá nos enteramos de que se han descubierto en el País Vasco evidencias de la hasta ahora más antigua batalla celebrada durante el neolítico. Según dicha información, llevamos 5.000 años matándonos, aunque seguramente venga de mucho más atrás. Entonces era con arcaicas flechas, palos y piedras, ahora es con misiles teledirigidos o drones, pero puede llegar a serlo con armamento nuclear. De hecho, una buena parte de nuestros avances científicos y tecnológicos se los debemos a investigaciones llevadas a cabo con fines militares, basta con pensar en internet, por ejemplo. La eficiencia en la guerra también estimula el cerebro.
El texto inaugural de nuestra cultura, La Ilíada, es una narración de la épica de la guerra a la vez que un lamento por las desdichas que acarrea. En su análisis de este texto, Simone Weil recuerda cómo “el verdadero héroe de la Ilíada es la fuerza, la fuerza que usan los humanos, la fuerza que los esclaviza. La fuerza ante la que la carne de los humanos perece”. Los reduce a ser una mera cosa: “en un sentido literal, te convierte en un cadáver: una carcasa”. Y el otro gran texto originario, La Biblia, ubica el nacimiento de las sociedades a partir del parricidio de Caín ―”fundador de ciudades”― a Abel, algo similar, como nos recuerda San Agustín, a lo que ocurre con la fundación de Roma por parte de Rómulo, otro parricida.
Lo más aterrador, sin embargo, es que seguimos en lo mismo, que nuestro progreso en nuestra condición moral ha sido limitado, y que sería de necios imaginar que no seguirá investigándose la IA como instrumento bélico, algo que no consta que se haya discutido en Londres. Más aún teniendo en cuenta que los dos países más avanzados en esta tecnología, Estados Unidos y China, se encuentran en plena disputa por la hegemonía mundial. Más que desarrollar la tecnología deberíamos dotar de prioridad a potenciar la política, otra política, pero aquí los avances que habíamos logrado parecen estar difuminándose. Vuelve el “realismo”; es decir, la fuerza.