Israel y la izquierda: ¿quién acusa a quién de qué?

Las falacias por generalización no son un descuido argumental, sino parte de una estrategia de cizaña. El que señala a bulto quiere anular el debate

Un bombardeo israelí sobre el norte de la franja de Gaza, el martes.MOHAMMED SABER (EFE)

Cuando los historiadores del futuro estudien los debates y la batalla de propagandas tras los ataques terroristas de Hamás y los preparativos de invasión de Israel, van a necesitar la ayuda de exégetas bíblicos. ¿Quién acusa de qué a quién?, se preguntarán al leer documentos como ...

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Cuando los historiadores del futuro estudien los debates y la batalla de propagandas tras los ataques terroristas de Hamás y los preparativos de invasión de Israel, van a necesitar la ayuda de exégetas bíblicos. ¿Quién acusa de qué a quién?, se preguntarán al leer documentos como la protesta de la Embajada israelí contra el Gobierno de España o el manifiesto de los intelectuales israelíes de izquierda firmado, entre otros, por el escritor David Grossman. Que no se desanime el doctorando en Historia del siglo XXI que lea esta columna desde el siglo XXII: a los contemporáneos también nos costaba mucho entender esos textos.

Una acusación no se puede levantar sobre sobreentendidos y generalizaciones. Una cosa es aludir a un clima o a ciertos estados de opinión y otra muy distinta lanzar críticas directas y gravísimas sin dar un solo nombre ni ofrecer un hecho o una cita. Que la Embajada israelí condene las “declaraciones recientes” de “algunos miembros del Gobierno español”, acusándolos nada menos que de connivencia con el terrorismo y de incitación al odio a la comunidad judía, es intolerable en términos diplomáticos, morales y meramente argumentales. Además, es falso, pero como la acusación no se concreta, tampoco se puede desmentir ni los miembros aludidos pueden defenderse.

Algo parecido ocurre con el manifiesto apoyado por Grossman, que acusa a parte de la izquierda occidental (a quienes llaman sus “socios” y “homólogos”) de justificar a Hamás e incluso de celebrar los ataques a civiles israelíes. ¿Contra quién brama ese texto? ¿Habla de organizaciones políticas o sociales o tal vez de gobiernos? ¿O se refiere a intelectuales, periodistas o líderes de opinión? La acusación es lo bastante grave y específica como para merecer una serie de ejemplos.

Esta falacia por generalización no es un descuido argumental, sino parte de una estrategia de cizaña. Quien señala a bulto quiere anular el debate. Si las disputas no son concretas, caen del lado de la infamia y demonizan a grupos ideológicos y de opinión cuyos puntos de vista se reducen al absurdo. La discusión se transforma entonces en delación y paranoia. Hannah Arendt —por mencionar a una filósofa que intervino mucho en los debates sobre la naturaleza y legitimidad del Estado de Israel en sus comienzos— no interpelaba a “ciertos sionistas”, sino a su antiguo amigo Gershom Scholem, entre otros pensadores con nombre y apellidos. No hace falta estar libre de pecado para tirar la piedra, pero sí conviene apuntar bien y no lanzarla al centro de la plaza, a ver qué cabeza abierta se da por aludida.

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