Una mujer sorda en una generación silenciosa
La reciente muerte de Tica Fernández-Montesinos, sobrina de Lorca, pone el foco en un grupo humano que, por supervivencia, tuvo que callar mucho
La palabra cohorte, que suena a ejército, es, en el ámbito de los estudios demográficos, un tecnicismo frecuente con el que designar a humanos agrupables por factores en común. Las cohortes de nacimientos se reunían antes por quintas y ahora en generaciones con nombres más o menos originales. Mi cohorte demográfica de nacimiento me hace perteneciente a la generación X, los nacidos entre 1965 y 1981. Nos precedieron los baby boomers, nacidos a partir de 1946, y ...
La palabra cohorte, que suena a ejército, es, en el ámbito de los estudios demográficos, un tecnicismo frecuente con el que designar a humanos agrupables por factores en común. Las cohortes de nacimientos se reunían antes por quintas y ahora en generaciones con nombres más o menos originales. Mi cohorte demográfica de nacimiento me hace perteneciente a la generación X, los nacidos entre 1965 y 1981. Nos precedieron los baby boomers, nacidos a partir de 1946, y nos han seguido los mileniales, que tanto suenan hoy como grupo. En cada cohorte de nacimientos hay un sistema de vigencias comunes, eso que Ortega y Gasset, sagaz teórico de los cambios generacionales, proponía como elemento clave de una generación: contenidos escolares, hito histórico conmovedor, valor del ocio o del dinero...
Las etiquetas generacionales tienen un límite en su génesis: sostienen la caracterización colectiva en lo que se ha vivido en la juventud y la niñez, definen por lo coetáneo. Pero vivir es acumulativo y a la vida se suma la memoria heredada de una o varias generaciones anteriores. Ese pasado, en mi opinión, también construye identidad y vigencias. Yo atesoro recuerdos primerizos de mi vida, y a esos recuerdos he sumado los que otros vivieron por mí: he llegado a familiarizarme con la Andalucía de los años cincuenta y, antes de haberlo visto en fotos, conocí en los relatos de mis padres el tronío de Ocaña paseando por Barcelona en los setenta. De joven eché la liana de la conversación sobre el árbol de recuerdos de un anciano de hierro, y me contó cómo su abuelo había vivido la guerra de Cuba.
Entre la herencia de ese pasado narrado, la vividura propia y la contemplación del mundo incomprensible que existirá cuando nos marchemos, la nave va. Pero hay vidas particulares que al acabar se llevan, de repente, muchas memorias de golpe, muchas generaciones con ella. Borges lo dijo del Mesías: “En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo”. Y los telediarios, con otras palabras, lo decían hace unos días a propósito de Federico García Lorca. Tica Fernández-Montesinos, nacida en 1930, murió hace una semana. Con cinco años, en un mes de agosto de 1936, con diferencia de horas, mataron a su padre, alcalde de Granada, y a su tío, el famoso poeta. En los obituarios de Tica se ha recordado que era la última persona viva que conoció a Federico, que oyó su voz. Pero con ella se van también los recuerdos de otras voces.
Se va, por ejemplo, la voz de sus abuelos. El padre del poeta susurró con rabia: “Adiós, puñetero país” en el barco que en 1940 lo llevaba con toda la familia al exilio estadounidense. La madre del poeta afirmó sobre los políticos republicanos: “Ellos trajeron un nuevo régimen y yo lo pagué”. Testigo de esas frases de sus abuelos fue Tica, que pasó en Estados Unidos su niñez, adolescencia y su primera juventud universitaria. Allí vivió las cosas propias de una joven americana de su edad. Las cuenta en sus memorias (El sonido del agua en las acequias, 2017) y nos parecen otro mundo: acudió con la hija del productor de Siete novias para siete hermanos a ver la famosa película, coleccionó autógrafos de Bing Crosby o Bette Davis. De vuelta a España a mediados de los años cincuenta, vivió la dictadura en sus oscuridades (especialmente dolorosas para su familia) y en las luces que, bajo la clandestinidad o la discreción, empezaban a circular.
La España y la América de ayer se engarzan en su vida, en la que hay que considerar una particular condición: Tica tenía una mediana discapacidad auditiva, a causa de una otitis que padeció de niña. Su sordera, de la que hablaba sin victimismo, pasó por las distintas generaciones terapéuticas que fueron evolucionando en el siglo XX. El lenguaje de signos (este sábado, por cierto, es su día internacional) no le convencía; aprendió en Estados Unidos a leer los labios, vivió con ilusión el anuncio de que en Alemania empezaban a fabricarse audífonos y probó, sin éxito, si el nuevo invento de la penicilina podría ayudarla.
Su generación es llamada en los libros de sociología la generación silenciosa. Se calcula que en la actualidad un 3% de la población mundial pertenece a esa generación. Son los nacidos entre 1928 y 1945, padres de los baby boomers. Fueron testigos de alguna guerra, aunque por edad no participasen en ella, y vivieron en su edad adulta la censura (en Estados Unidos el macartismo, en España el franquismo). El nombre de “generación silenciosa” les viene porque, por supervivencia, callaron mucho. Son la cohorte cuya nave se está yendo en estos años. Si no nos sentamos a que nos cuenten sus memorias, los silenciosos serán una generación silenciada en nuestro recuerdo. Y los sordos a sus voces seremos nosotros.