Empoderarse ¿para qué?

Lo que hemos hecho las mujeres ha sido imitar los parámetros del éxito de los hombres, no con aspiraciones colectivas sino desacomplejadamente individuales

La cantante Taylor Swift durante un concierto en la Ciudad de México.HECTOR VIVAS (Getty Images for TAS Rights Mana)

A este verano se le ha llamado el del poder de las chicas, así lo han bautizado los principales diarios económicos que al fin han encontrado una razón de peso con la que incorporarse al tren del feminismo. No hablan del poder de las mujeres, término que apelaría a una mejora de la igualdad social, sino al empoderamiento concreto de algunas estrellas de la cultura popular, Beyoncé, Taylor Swift, Greta Gerwig, a las que se celebra como dinamizadoras del consumo, tanto por sus espectáculos en sí como por todos los productos derivados: maquillajes, brazaletes, botas, disfraces, barbies feministas ...

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A este verano se le ha llamado el del poder de las chicas, así lo han bautizado los principales diarios económicos que al fin han encontrado una razón de peso con la que incorporarse al tren del feminismo. No hablan del poder de las mujeres, término que apelaría a una mejora de la igualdad social, sino al empoderamiento concreto de algunas estrellas de la cultura popular, Beyoncé, Taylor Swift, Greta Gerwig, a las que se celebra como dinamizadoras del consumo, tanto por sus espectáculos en sí como por todos los productos derivados: maquillajes, brazaletes, botas, disfraces, barbies feministas e incluso operaciones estéticas que añaden culo, pómulos o tetas. Los medios norteamericanos aplauden este girl power que ha impulsado en 8.500 millones de dólares el PIB de Estados Unidos y toman esas cifras como la prueba de que si las chicas se salen del gráfico ya no podemos ignorarlas.

Podríamos datar el primer producto a escala internacional del feminismo pop en la aparición de aquellas camisetas inspiradas en la novela de Chimamanda Ngozi, que rezaban, we all should be feminist, cuyo lema comenzó a chirriar en el momento en que las marcas de lujo hicieron suyo el eslogan y en nuestra cabeza resonó la curiosidad por saber qué manos femeninas o infantiles de países remotos había detrás de esas camisetas empoderadoras. Pero el capitalismo tiene la gracia de fagocitar cualquier duda moral y apartarla como si fuera una molesta mosca, tachando de puritanismo a toda posición que se agite contra el consumo obsceno. Puritano puede considerarse, no lo niego, que se recuerde que en un mundo con 736 millones de pobres que sobreviven cada día con menos de 1,90 dólares, y cuya peor parte se la llevan sin duda las mujeres y los niños, andemos por aquí algunas, en este universo privilegiado en el que vivimos, como cheerleaders de un tipo de victoria que se mide según las cifras indecentes de la lógica capitalista; aquí no se trata del techo de cristal de la mayoría de las mujeres ni tan siquiera de la igualdad, sino de señalar que la emancipación ha llegado desde el momento en que tres mujeres han superado en fortuna a sus colegas hombres. No solo eso se vitorea: esas tres artistas logran a través de su arte (el cual no pongo en duda) despertar el ansia de consumo a un nivel estratosférico, porque a la chica de barrio que las admira y nunca saldrá de su precariedad le queda al menos la libertad de emular a sus diosas, sea a través de un color, el rosa, de un culo flamante o de una muñeca para su niña.

Lo que hemos hecho ha sido imitar los parámetros del éxito de los hombres, no con aspiraciones colectivas sino desacomplejadamente individuales: un empoderamiento egoísta. Virginia Woolf, que a todo se adelantó en su pensamiento, escribe en Tres Guineas sobre cómo pueden intervenir las mujeres para parar la guerra (la Segunda) cuando su propia vida postergada sufre de una lucha no menor que las excluye del debate público. Lo interesante es que la escritora se pregunta lo que ocurrirá dentro de un siglo, es decir, nos está interrogando a nosotras sobre qué cambia cuando las mujeres ejercemos las mismas profesiones que los hombres, y aventura: “¿No seremos igual de posesivas, igual de recelosas, igual de belicosas…?”. La pregunta no puede ser más pertinente porque el peligro del feminismo pop es que carezca de un sentido social que aliente, como así lo hacía Woolf, el compromiso de las que llegan más arriba para que no acepten la codicia con la que se ha practicado el poder y se ha acumulado la riqueza en el sistema patriarcal. En este ensayo esclarecedor, la escritora exige la promesa de las privilegiadas de hacer cuanto esté en su mano para facilitar el progreso de los desfavorecidos y no para convertirse en adalides de la injusticia patriarcal. Pero este sistema es tan adictivo que cuanto más subversivas nos creemos más estamos apuntalándolo.

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