Dos amigos
Situaciones como la pandemia, la guerra de Ucrania y la rivalidad estratégica han enrarecido las relaciones entre EE UU y Pekín... y roto relaciones personales
Este verano recibí la noticia de que mis dos amigos más queridos en Nueva York se habían peleado. La pareja de uno me escribió de madrugada para contármelo: lo que empezó como un debate sobre política mientras cenaban fue cargándose de reproches personales. Ella intentó desviar la charla hacia lo socorrido, la comida y el tiempo, pero no funcionó. “No lo entiendo, es como si algo entre ellos se hubiera roto”, me dijo. Nunca la había notado ta...
Este verano recibí la noticia de que mis dos amigos más queridos en Nueva York se habían peleado. La pareja de uno me escribió de madrugada para contármelo: lo que empezó como un debate sobre política mientras cenaban fue cargándose de reproches personales. Ella intentó desviar la charla hacia lo socorrido, la comida y el tiempo, pero no funcionó. “No lo entiendo, es como si algo entre ellos se hubiera roto”, me dijo. Nunca la había notado tan frustrada.
H. es chino y J., estadounidense. Se conocieron a principios de los noventa, cuando H. llegó a Manhattan desde Pekín poco después de la matanza de Tiananmen. Como tantos intelectuales, se había buscado la vida para salir de una China que estaba volviéndose asfixiante. No tenía un duro, pero era tan brillante que consiguió una beca en Columbia. De compañero de habitación en la universidad le tocó J., un católico de Nueva Jersey 10 años más joven que empezaba a estudiar Políticas. Como no podían pagar los bares, se pasaban las horas paseando y charlando. Cuando H. pudo llevar a su mujer y su hijo de China, en sus ratos libres, J. les enseñaba inglés usando tarjetas con dibujos: baño, bocadillo, la salida de emergencia, por favor.
Se definían como hermanos. Aunque pensaban de manera muy distinta, su relación se colocó por encima de la rivalidad entre Estados Unidos y China. H. cocinaba unos banquetes increíbles en los que lo mismo bromeaban sobre la desconfianza patológica del Partido Comunista chino que sobre el mito de la meritocracia americana. Con los años se invitaron a sus respectivos pueblos de origen, se acompañaron en pérdidas dolorosas y celebraron sus éxitos profesionales. Políticamente, seguían a años luz, con la excepción de su manía mutua a Donald Trump.
Durante la pandemia, H. sufrió mucho, no solo por el aislamiento. Como tantos asiáticos en EE UU, tuvo que aguantar comentarios racistas en la calle. El país que le había acogido tan bien de repente le hacía de menos. Mientras, las relaciones entre Pekín y Washington se iban tensando cada vez más. La guerra de Ucrania terminó de abrir la grieta. Para H. estaba claro que Rusia había sido el agresor, pero creía que Estados Unidos había tirado demasiado de la cuerda con Moscú. Y, sobre todo, estaba licuando el plan de paz de China para ganar peso internacional. Su sensación coincide con la tesis oficial de Pekín de que EE UU busca contener a China, por ejemplo, mediante sanciones tecnológicas, y desvincularse de ella. Y llegados a ese punto supongo que J., votante demócrata de toda la vida, no fue capaz de contemporizar y salieron todas las diferencias a chorros. Por primera vez, en aquella cena la amistad se colocó en el mismo plano de desconfianza y decepción que las relaciones diplomáticas.