Qué salva hoy a Venecia

Si se detiene la sangría de sus habitantes, la persistencia de la vida de la ciudad italiana puede incluso verse favorecida por una presencia racional de visitantes. Para los residentes hay un imperativo: no tirar la toalla

Turistas en Venecia.GETTY

En 1987, la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad a la ciudad de Venecia, prodigioso tejido de puentes que, conectando 120 islas agrestes, transformaron una marisma en entramado urbano. Desgraciadamente, la Humanidad ha dejado de proteger este legado, custodiado con mimo por generaciones, conscientes del delicado equilibrio con el entorno lagunar que su erección supuso. La propia Unesco advierte hoy de amenaza de quiebra.

Las admoniciones de la organización agitarán sin duda muchas conciencias, pero no cambiarán en lo esencial las cosas, pues se trata de un problema de civilización,...

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En 1987, la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad a la ciudad de Venecia, prodigioso tejido de puentes que, conectando 120 islas agrestes, transformaron una marisma en entramado urbano. Desgraciadamente, la Humanidad ha dejado de proteger este legado, custodiado con mimo por generaciones, conscientes del delicado equilibrio con el entorno lagunar que su erección supuso. La propia Unesco advierte hoy de amenaza de quiebra.

Las admoniciones de la organización agitarán sin duda muchas conciencias, pero no cambiarán en lo esencial las cosas, pues se trata de un problema de civilización, en la que todo rasgo singular es potencial objeto de consumo, con modelos de comportamiento social que son casi universalmente compartidos.

¿Qué salvará pues a Venecia? Apunto a un compromiso, un arreglo parcial, limitado al caso, y solo posible precisamente por la singularidad absoluta de la ciudad. Venecia ha sido alienada a cambio de algo que hoy se revela paupérrimo, y hay que rescatarla para restaurar plenamente sus formas de vida, diezmadas, pero felizmente no desaparecidas. Esta redención exige una asunción de responsabilidades, luego un precio a pagar. La suerte es que Venecia está en condiciones de pagarlo, cosa que no en todas partes ocurre. Y ello sin la utópica exigencia de abolición del modelo turístico imperante, simplemente poniendo orden en el mismo y barreras mínimas en la codicia especulativa.

Sin duda hay que acabar con la proliferación en el transporte lagunar de motores con efectos sísmicos que dañan los fundamentos de los inmuebles, y hay que detener la reconversión de los grandes palacios patricios en hoteles, con el incremento exponencial de aseos y desagües que fuerza los sistemas de canalización propios de una estructura urbana tan singular. Pero, sobre todo, hay que poner fin a la amenaza de literal desaparición de ciudadanos de Venecia. No parece factible dar la vuelta al proceso de vaciamiento, recuperar los 100.000 habitantes de hace 40 años, pero sí hacer que la sangría se detenga. Un pacto entre instituciones italianas e internacionales del tipo hasta aquí hemos llegado, 50.000 habitantes, ¡ni uno menos! Este compromiso sería incluso aplaudido por los que especulan con la ciudad, porque de lo contrario corren peligro sus intereses.

Si se detiene la sangría de habitantes, la persistencia de la vida veneciana puede incluso ser favorecida por una presencia racional de visitantes. Pues si estos desean deslizarse por el laberinto de los incontables palacios, palacetes, mercados, tabernas, talleres de reparación de naves, que siguen constituyendo la trama de la ciudad, o lo hacen a pie, o utilizan la red municipal de vaporettos, o cruzan el canal en el servicio de barca conocido como traghetto, o recurren a la turística góndola. Pero en todos los casos constatarán que el agua es la atmósfera, el medio y el soporte de la entera vida ciudadana, y en consecuencia que son imprescindibles las personas habituadas a la existencia en ese medio.

Se reitera y denuncia con razón que embarcaciones de ocio obturan los canales, pero cabe también mencionar esas barcazas cargadas de frutas, carnes, pescados o garrafas de vino, que abastecen los mercados y tiendas de la ciudad, dotándola desde hora muy temprana de una singular atmósfera visual y sonora. Y, obviamente, para que haya góndolas que pasean a los turistas no ha de romperse el relevo que, de generación en generación, garantiza el singular oficio de los gondoleros. Y con ellos, hosteleros, dependientes, taxistas acuáticos o cocineros, que alimentan la artificiosa construcción del turismo, pero que tienen sus propios locales de encuentro en las horas de asueto, conmemoran ancestrales fiestas y garantizan la persistencia de una vida urbana que ha superado ya muchos envites. Movidos por una suerte de instinto de fidelidad a la laguna, los venecianos avivan un rescoldo de la ciudad que a tantos asombraba por su singularidad y las trazas monumentales de su historia, pero también por la vida cotidiana de sus gentes, que en mil rasgos era la expresión mayor de su profunda civilización.

Para los 50.000 ciudadanos de Venecia hay un imperativo: no tirar la toalla, negarse al exilio en terra ferma, que acentúa año tras año el desfase entre habitantes de Venecia y contempladores de la misma, quienes, en su deambular, tienen cada vez menos oportunidades de captar algún residuo del alma de la ciudad, sin la cual sienten que el esplendor que contemplan carece de hálito.

Venecia no es en absoluto una erección contra natura (el espejismo de una emergencia en el agua), sino un emblema de esa capacidad humana de conocer lo que la naturaleza potencialmente encierra y hacer que se actualice. Tal inteligencia se traduce en ocasiones en prodigiosas arquitecturas urbanas, custodiadas en el suceder de las generaciones, y hoy amenazadas por una suerte de estulticia universal, ante la cual la sola persistencia de 50.000 ciudadanos en Venecia es un símbolo de resistencia.

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