Congreso galáctico
Podríamos llamar “sincinesia lingüística” al hecho de que nuestra hipocondría identitaria nos lleve a mordernos nuestra lengua bífida, hasta arrancarnos una de sus puntas
Todos los nacionalismos, con y sin Estado, coinciden, entre muchas otras cosas, en su culto al monolingüismo. Su convicción romántica de que el espíritu nacional se expresa en una sola lengua les hace abominar del hecho de que en la mayoría de las sociedades coexistan varias. Para los unos y los otros, el bilingüe es un ser bífido, que espera escondido en la hierba a morder el tobillo de la nación, y la lengua ajena ―o ajenizada―, el caballo de Troya de los colonizadores o ...
Todos los nacionalismos, con y sin Estado, coinciden, entre muchas otras cosas, en su culto al monolingüismo. Su convicción romántica de que el espíritu nacional se expresa en una sola lengua les hace abominar del hecho de que en la mayoría de las sociedades coexistan varias. Para los unos y los otros, el bilingüe es un ser bífido, que espera escondido en la hierba a morder el tobillo de la nación, y la lengua ajena ―o ajenizada―, el caballo de Troya de los colonizadores o los separatistas. Como Virgilio, desconfían de “los otros”, aun cuando traigan regalos… De hecho, partiendo del fenómeno de la sincinesia, que consiste en realizar un gesto involuntario, como morderse la lengua, a modo de sobrecompensación de un esfuerzo intenso, podríamos llamar “sincinesia lingüística” al hecho de que nuestra hipocondría identitaria nos lleve a mordernos nuestra lengua bífida, hasta arrancarnos una de sus puntas.
De ahí que los nacionalismos con Estado odien ―porque, lo siento, pero esa es la palabra― unas lenguas que deberían tratar como suyas. Primero, porque es una riqueza, y segundo, porque, excluyéndolas, les dan la razón a aquellos que dicen sentirse excluidos. De ahí también que los nacionalismos sin Estado odien ―porque esa es también la palabra― una lengua, que, por mucho que les duela, constituye una parte inexorcizable de la sociedad que pretenden redimir. Como las dos madres ante Salomón, ambos nacionalismos dicen ser la madre patria del niño. Aunque, en este caso, ambos deseen cortarlo. El primero, por las piernas, que son las lenguas minoritarias, para quedarse con la cabeza, que consideran lo único esencial. Los segundos, por el cuello, que es la lengua común, para quedarse con una extremidad, al fin unánime. Pero, en ambos casos, el niño ―que no es la nación, sino la sociedad― muere. Por eso prefiero la imagen nietzscheana de las hermanas siamesas, que solo pueden crecer o disminuir juntas, aunque la convivencia no sea siempre fácil. Y por eso también creo que es bueno que en el Congreso de los Diputados puedan escucharse todas las lenguas, como si fuese el Congreso Galáctico de Star Wars. Y que también lo sería que se utilizasen, sin escándalo, en los parlamentos autonómicos. Y que aquellos que puedan hacerlo las alternasen, por el gusto de hacerlo, y también porque el objetivo no es formar un mosaico de teselas monolingües, sino una sociedad plural en la que cada individuo tenga la oportunidad de hablar y de amar cuantas lenguas quiera y pueda.