La invasión de los ultracuerpos

Todo cuadra para que el PP pueda tratar de digerir a Vox, adquiriendo en el proceso sus ideas y objetivos. Un movimiento rentable pero que, una vez consumado, habrá transformado al PP en algo muy diferente al partido de centroderecha que dijo ser

Los presidentes del PP, Alberto Núñez Feijóo, y de Vox, Santiago Abascal, conversan el pasado 12 de octubre a su llegada al desfile de la Fiesta Nacional, en Madrid.Rodrigo Jiménez (EFE)

El Partido Popular se halla en una encrucijada de difícil solución. El atajo trumpista que eligió como estrategia para alcanzar La Moncloa no ha funcionado. La deslegitimación del rival, la mentira como herramienta y forzar las funciones del Poder Judi...

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El Partido Popular se halla en una encrucijada de difícil solución. El atajo trumpista que eligió como estrategia para alcanzar La Moncloa no ha funcionado. La deslegitimación del rival, la mentira como herramienta y forzar las funciones del Poder Judicial lo han situado a pocos escaños de su objetivo, una distancia insalvable si tenemos en cuenta que su alianza con Vox lo imposibilita para negociar con casi ningún otro grupo de la Cámara. Normalizar a la ultraderecha es una operación arriesgada en términos democráticos, ruinosa si además pierdes tu condición de eje de la política española.

Con ellos al PP no le dan las cuentas; sin ellos menos por la división del voto. ¿Qué hacer entonces? En Génova tienen la opción de esperar, de confiar en que si Pedro Sánchez logra ser investido presidente se enfrente a una legislatura inestable y corta, donde las derechas no se moverían un milímetro de lo ya visto, teniendo en cuenta que el desgaste puede afectar al Gobierno pero también a una oposición que tan solo presentaría más de lo mismo. En estas condiciones, un segundo asalto frustrado sería fatal para Alberto Núñez Feijóo, cuyo liderazgo solo depende de su capacidad de victoria.

La otra opción parece clara entonces: comerse a Vox. Un plato de digestión difícil al compartir el mando en seis capitales de provincia, más de un centenar de ayuntamientos y cuatro comunidades, a la espera de Murcia. Un embate directo, donde los populares confrontaran ideológicamente con los de Santiago Abascal, al estilo de la moción de censura de octubre de 2020, sería tanto como tirar por la borda parte de su poder territorial, demostrando que el bloque derechista carece de solidez y coherencia: los bandazos siempre son castigados con dureza por los electores.

Se impondría, por tanto, la absorción, situarte a la par de quien quieres hacer desaparecer y mostrar que su existencia es indiferente porque la organización principal cumple sobradamente el papel de la subsidiaria. Con Ciudadanos funcionó, entre otras cosas porque Albert Rivera desnaturalizó a su partido, no asumió su papel de bisagra y arruinó un crédito que nunca pasó del desmedido cariño otorgado en los editoriales. Ciudadanos representaba lo aspiracional, esa ilusión de ser clase media sin serlo, para la que, a la postre, se encuentra recambio como se pasa página en la revista de tendencias.

Pero Vox es diferente. Su votante encontró en el partido ultra algo más que la promesa de llevar el estilo de vida del mando intermedio. Halló la aventura de la rebeldía, la seducción de la conspiranoia, sentirse un antisistema tras la jornada de ocho a tres. Eso en el mejor de los casos. En el peor, se cree depositario de una misión histórica, un sentimiento alucinado de pertenecer a una cruzada que salvará a España del peligro del socialcomunismo.

El PP no puede abandonar la pretensión de encarnar la moderación, pero tampoco puede fagocitar a Vox declarándose de centro reformista: va a necesitar algo más excitante que eso. Además, la entente trazada con una parte sustancial del aparato mediático desaconseja acallar las trompetas del apocalipsis, que ha sido táctica política pero también un fructífero negocio comunicativo. La OPA hostil a Vox será silenciosa, paciente y progresiva, pero en ningún caso significará desechar el enconamiento de la pasada legislatura.

La salida de Iván Espinosa de los Monteros marca la derrota de los que querían hacer de Vox un partido ultra de carácter europeo, igual de duro en sus postulados pero de escenografía presentable, capaz de llegar a amplias capas de la población sin asustarlas con recortes de derechos y el anuncio de conflicto civil. Puede que Vox haya entendido que el castigo del 23-J se relaciona con la utilidad de su propuesta; de ahí que haya anunciado ceder gratis sus diputados a la investidura fantasma de Feijóo, pero todo indica que su dirección ideológica carecerá ahora de filtros cosméticos.

Eso abre un espacio para encarnar la radicalidad puesto que tu socio puede deslizarse hacia posturas incomprensibles, incluso dentro del ecosistema de la extrema derecha. Al menos sobre el papel todo cuadra para que el PP pueda tratar, en el plano medio, de digerir a Vox, adquiriendo en el proceso las ideas, formas y objetivos de su huésped. Un movimiento de indudable rentabilidad salvo por el pequeño detalle de que, una vez consumado, habrá transformado al PP en algo muy diferente al partido de centroderecha que una vez dijo ser.

Cuando Vox fue auspiciado hace una década para hostigar a Mariano Rajoy, sus patrocinadores, que no se encontraban ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas, no imaginaron el desenlace de su maniobra. Puede que sí. Quizá el partido ultra no sea relevante tras el siguiente ciclo electoral, pero sus ideas habrán contaminado definitivamente la casa común de la derecha. Como en La invasión de los ultracuerpos será imposible distinguir al original de la copia, salvo por el gesto helado y las terribles intenciones.

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