Tribuna

Lo que se juegan las derechas

Vox afecta existencialmente al Partido Popular hasta el punto de que cabe leer la campaña de Alberto Núñez Feijóo en clave de su relación con ese partido: cómo ganar sin coaligarse con ellos

SR. GARCÍA

La vista desde Génova la noche del 28 de mayo debía de ser espléndida: un Partido Popular devuelto a cotas rara vez alcanzadas de poder municipal y autonómico, un Partido Socialista en la lona, una coalición en trance de agonía y un Feijóo con tiempo suficiente para solidificar una alternativa de gobierno. El 29 de mayo hubo que reajustar el visor: Sánchez no quería permanecer medio año como el varón de dolores de Moncloa. Genio o catástrofe, ...

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La vista desde Génova la noche del 28 de mayo debía de ser espléndida: un Partido Popular devuelto a cotas rara vez alcanzadas de poder municipal y autonómico, un Partido Socialista en la lona, una coalición en trance de agonía y un Feijóo con tiempo suficiente para solidificar una alternativa de gobierno. El 29 de mayo hubo que reajustar el visor: Sánchez no quería permanecer medio año como el varón de dolores de Moncloa. Genio o catástrofe, el órdago electoral era su última bala. Pero también Feijóo —aún hipervitaminado tras el debate— tiene un solo disparo.

Aznar perdió dos elecciones generales, Rajoy tuvo también varias oportunidades, y se sabe que Casado —siempre celoso a la hora de defender su posición— contemplaba estos precedentes. Derecha adentro, quizá todo hubiera sido distinto de dar Feijóo un paso adelante tras el adiós de Rajoy: el líder aclamado de 2022 ya era hombre de consenso en 2018. Ahora la política le es más exigente. Con la renuncia de Casado, Feijóo ganó el apoyo visible de todo el partido: ese pantonario de sensibilidades que va de Díaz Ayuso a Moreno Bonilla. Fue una manera de suturar una organización incómoda con un liderazgo, el de Casado, que nació divisivo; al mismo tiempo, el sostén unánime a Feijóo también servía para tapar lo que había sido un golpe de coroneles contra quien no dejaba de ser un presidente elegido por la militancia. Esas lealtades a Feijóo siguen activas, pero su exaltación a los cielos conllevaba una cláusula tácita: solo tiene unas elecciones para ganar, porque —de Ayuso a Bonilla, precisamente— el partido también tiene un amplio banquillo. Y si Feijóo se juega su liderazgo, el PP se juega volver a las convulsiones de 2018. No gobernar tras el 23-J es más que perder unas elecciones: es haber perdido cinco años.

Podría pensarse que hemos vivido una sobredosis de política —una campaña eterna— estos meses: la gente acaba de votar y, en algunas autonomías o provincias, todavía ni ha terminado de ver el fruto de su voto. Pero hay circunstancias que conspiran a favor de Feijóo. La derecha, lejos de desmovilizarse, parece tener el voto entre los dientes: es un electorado que fue a las urnas el 28-M con un deseo de cambio que —al votar a los lambanes y los pages— no pensaba ver cumplido en tan alto grado, y ahora busca culminar la faena. Si abstraemos lo inmediato, vemos que también el contexto —¡no solo el posdebate!— ayuda a Feijóo. El centroderecha aspira a capitalizar un sentido de añoranza del orden al cabo de una década larga en la que hemos visto, por una parte, el nacimiento esperanzado y el adiós desengañado de movimientos políticos de cambio y, por otra, una intensa polarización de la discusión pública en todo lo que va de los feminismos a la situación en Cataluña. Pandemias, guerras, hecatombes económicas —por suerte, no sustanciadas—, apocalipsis climáticos, la primera vivencia de una inflación seria en décadas: hace unos años, algunos podían bromear con que querían mambo; ya nadie se lo puede permitir. Es llamativo, desde este punto de vista, que el estilo del Gobierno y su activismo ideológico —eso que se ha dado en llamar sanchismo— sea mucho más criticado que, por ejemplo, su ejecutoria en gestión económica: lo que resta una Irene Montero, digamos, no lo repara una Nadia Calviño. A Feijóo, en suma, le favorece otro clásico: la desmotivación de la izquierda. Si Sánchez debe enardecer a abstencionistas y esperar que Yolanda Díaz no haga un Anguita, la derecha sociológica tiene menos dudas: les aglutina el deseo de ver a Sánchez fuera, con el azul del PP, con el verde de Vox o con la suma de ambos.

Como le ocurre al PSOE con Sumar, los porcentajes de voto en cada circunscripción determinarán si Vox resiste para la suma o si sus papeletas se quedan pedaleando en el aire. El tamaño de las circunscripciones y la diferencia en rendimiento en escaños de variaciones porcentuales mínimas será clave para la eficiencia del voto tanto de Sumar como de Vox: estamos ante un escenario particularmente nublado de aritmética electoral. Es lugar común ahora, ciertamente, pensar que las perspectivas de Vox caminan a la baja; a la vez, es una ironía pensar que, con un desplome de los de Abascal, el PP carecería de suma posible. El Partido Popular, en todo caso, busca un escenario similar al que se ha dado en Murcia: compactar más escaños que el conjunto de la izquierda para así poder presentarse ante la opinión pública como dueño de una mayoría absoluta moral que convenza a, entre otros, Vox para dejarles la vía expedita como Gobierno en minoría.

Vox afecta existencialmente al Partido Popular hasta el punto de que cabe leer la campaña de Feijóo en clave de su relación con la derecha identitaria: cómo ganar sin coaligarse con ellos. A la vez, resulta llamativo ver que el escepticismo mutuo anida más en las cúpulas que en las bases. Y, en general, ha estado ausente en los propios partidos regionales, que han contado con una libertad vigilada para sus pactos: en Murcia puede haber habido riña, pero en la Comunidad Valenciana o Baleares solo ha faltado la marcha nupcial.

Vox está más cómodo con el PP que el PP con Vox: concedido. Y las diferencias se extreman al pasar de lo autonómico a lo nacional. Para una importante sensibilidad dentro del PP, pactar con Vox desacredita un proyecto de moderantismo, tiene una proyección negativa en Europa, desfigura la transformación de los populares en partido cada vez menos conservador y más liberal; al tiempo, un pacto de legislatura con Vox, por ejemplo, puede suponer convertirse en rehenes, cuando no cómplices, de posturas de las que el PP lleva alejado mucho tiempo. Imaginemos un Gobierno Feijóo con ministro de Medio Ambiente y, a la vez, un ministro de la cuota Vox que inaugure un congreso de escépticos climáticos. ¡Cosas de los gobiernos de coalición!

Es más que posible, como fuere, que se imponga lo que para unos serán tragaderas y para otros, pragmatismo. Está el precedente de diversas autonomías y muchos ayuntamientos. El bien superior de echar a Sánchez que puede absolver el mal menor de transigir con Vox. Y una sensibilidad seguramente mayoritaria que, simplemente, no ve mayores problemas en pactar con quienes, comenzando por Abascal, iban a los mismos mítines hace poco más de 10 años. Ítem más: el PP siempre puede sacar los comodines de Esquerra o Podemos. Ninguno de nuestros partidos ha estado tan incómodo con sus hijuelas radicales como para preferir romper con ellas. En todo caso, conviene no olvidar que Abascal se fue del PP a arrancar Vox cuando el PP tenía mayoría absoluta: Vox se juega su utilidad, pero también la visión fundacional de no transigir con sus principios. Llegado el momento, puede ocurrir que un partido se lo ponga difícil al otro, el otro decida ponérselo imposible y lleguemos a un callejón sin salida institucional. Lo que nos jugamos ahí todos, en definitiva, y no solo las derechas, es una mayoría inefectiva, una mayoría lastrada o un bloqueo. Podemos, pues, ver un escenario novedoso, pero —para que no desesperen los pesimistas— todo apunta a que será dentro de lo malo.

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