El señor Q.
El hombre estaba sentado sobre un muro, mirando su teléfono. Sabía muchas cosas de mí. Es un sitio chico, los rumores corren rápido, como en el pequeño pueblo argentino en el que crecí
El otro día caminé hasta una cala cercana a la casa de la Costa Brava en la que vivo. Bordeé el mar por un sendero vertiginoso, deteniéndome a tocar las flores suaves que se adhieren a las piedras, sintiéndome una persona de 11 años que graba en su memoria el recuerdo táctil de una felicidad pasajera que va a durar toda la vida. Al llegar a la cala me quedé contemplando, desde un peñasco, a un grupo de gente que hacía yoga. El día estaba nublado. No se distinguía dónde terminaba el mar y dónde empezaba el cielo. Todo formaba un globo ocular plácido y rebosante de luz tierna. Yo no tenía dentro...
El otro día caminé hasta una cala cercana a la casa de la Costa Brava en la que vivo. Bordeé el mar por un sendero vertiginoso, deteniéndome a tocar las flores suaves que se adhieren a las piedras, sintiéndome una persona de 11 años que graba en su memoria el recuerdo táctil de una felicidad pasajera que va a durar toda la vida. Al llegar a la cala me quedé contemplando, desde un peñasco, a un grupo de gente que hacía yoga. El día estaba nublado. No se distinguía dónde terminaba el mar y dónde empezaba el cielo. Todo formaba un globo ocular plácido y rebosante de luz tierna. Yo no tenía dentro de mí ninguna voluntad más que la de existir. De pronto, escuché la voz de un hombre que gritaba desde la playa: “¡¿Quieres un café?!”. Era un tipo de aspecto curtido, salado por el mar. “Te vi en la mañana, corriendo. Tú eres escritora”, me dijo. Mientras descendía a la playa para acercarme, le dije que era periodista. Nos presentamos: “Soy Q.”, me dijo Q. Estaba sentado sobre un muro, mirando su teléfono. Sabía muchas cosas de mí. Es un sitio chico, los rumores corren rápido, como en el pequeño pueblo argentino en el que crecí. Me dije: “Tan lejos, tan cerca: estoy de vuelta en casa”. Q. vive allí desde hace 12 años, en una pequeña caseta que le cede el Ayuntamiento. Me invitó a echarle un vistazo. Entré. Era una cueva repleta de cachivaches, velas, peluches. Una de las paredes estaba cubierta por diminutos papeles doblados. Q. dijo que formaban un árbol de los deseos: “La gente pasa, escribe su deseo y lo deja allí, colgado. Escribe el tuyo”. La idea de dejar un deseo “colgado” de una pared me pareció tenebrosa. Decliné, dije: “No, gracias”. Pero no le dije que bajo este cielo, junto a este mar, todos mis deseos son posibles porque están hechos de la materia de los sueños. Que no necesito escribir nada, que ya lo escribí todo con una tinta que nadie puede ver.