Lula y Fernández, amigos; Brasil y Argentina, divergentes
La amistad entre los presidentes hacía suponer que esa sintonía se proyectaría sobre las relaciones exteriores de sus países, pero la historia está siendo diferente
Lula da Silva, suelen afirmar en su círculo íntimo, tiene un reconocimiento especial por tres líderes que se solidarizaron con él mientras estaba tras las rejas. Uno es el argentino Alberto Fernández. Los otros dos, el papa Francisco y Emmanuel Macron. Esta información hacía suponer que la amistad de Lula y Fernández se proyectaría sobre las relaciones exteriores de Brasil y de la Argentina inspirando una asociación frente a la agenda internacional. ...
Lula da Silva, suelen afirmar en su círculo íntimo, tiene un reconocimiento especial por tres líderes que se solidarizaron con él mientras estaba tras las rejas. Uno es el argentino Alberto Fernández. Los otros dos, el papa Francisco y Emmanuel Macron. Esta información hacía suponer que la amistad de Lula y Fernández se proyectaría sobre las relaciones exteriores de Brasil y de la Argentina inspirando una asociación frente a la agenda internacional. La historia está teniendo otras ideas y lo ha demostrado la semana que pasó. Brasilia y Buenos Aires han tomado caminos divergentes respecto de los principales conflictos que enfrenta el mundo. En especial, ante el enfrentamiento creciente entre los Estados Unidos y China.
La diplomacia de Brasil ha regresado a las ideas de Celso Amorim, el asesor de Lula para la política internacional. La manifestación más clara es la vocación por intervenir en un proceso de paz para la guerra que Rusia llevó a Ucrania. La jugada se fue encadenando en distintos movimientos. Primero, un viaje de Amorim a Moscú y a París. Después, la visita de Lula a Pekín, donde Xi Jinping le ofreció la recepción que se brinda a los amigos. El lunes pasado, el aterrizaje del canciller ruso Sergey Lavrov en Brasilia, donde agradeció la comprensión del Gobierno de Lula con la postura de Putin frente a Ucrania.
Esta ronda de actividades hizo juego con otros comportamientos. Los brasileños participaron de la Cumbre por la Democracia convocada por Joe Biden, pero se negaron a firmar la declaración final, en especial porque contenía una condena a Rusia por el conflicto con Ucrania. El canciller de Lula, Mauro Vieira, deploró las sanciones unilaterales impuestas a Moscú por los aliados de Volodimir Zelenski. El propio presidente de Brasil fue más allá y sugirió que, para terminar con la guerra, Zelenski podría ceder a Rusia la península de Crimea de una vez por todas. A comienzos de mes había planteado esa idea, asociada a que “Putin no puede pretender quedarse con lo que invadió”. Pero el lunes 17 cruzó una línea roja al decir, en una conferencia de prensa junto a Lavrov, que “el enfrentamiento lo iniciaron dos países”. Fue un error y una incoherencia: el Gobierno brasileño ha condenado la invasión rusa a Ucrania.
La posición de Brasil se sostiene en una hipótesis política y militar. Los diplomáticos de Lula suponen que la ofensiva militar que prepara Ucrania con el apoyo de sus aliados acaso sea el último esfuerzo bélico, antes de ensayar una negociación. Sobre todo, por las dudas que comienza a haber en Occidente sobre la capacidad de Biden para mantener el apoyo al mantenimiento de la guerra. Sobre la base de esta premisa, Lula y Amorim buscan asociar a Francia con su emprendimiento. Macron no puede desmarcarse de la posición de Europa en el conflicto. Pero en una conversación telefónica con Zelenski, el 15 de abril, planteó la posibilidad de una “cumbre por la paz”.
Sería un error desvincular la iniciativa brasileña ante la guerra contra Ucrania de una orientación más general de su política exterior. Amorim tiende a acentuar una propensión clásica de la diplomacia de su país: la pretensión de comportarse como una potencia ajena a cualquier alineamiento automático, sobre todo con los Estados Unidos. En esta etapa, Lula y su consejero se pliegan a la postulación de un Sur Global, que en alguna medida coincide con los BRICS. La cuestión no es Rusia y Ucrania. El eje de esta posición es la relación con China, que se va convirtiendo en un interlocutor cada vez más agresivo frente a Washington.
Los norteamericanos advierten esta inclinación del Gobierno del Partido de los Trabajadores. Y están sorprendidos. Suponían que, cuando su Gobierno defendió, contra las denuncias de Jair Bolsonaro, la pureza de las elecciones que darían el poder a Lula, y después de la cálida recepción que Biden le ofreció al brasileño el 10 de febrero, se había inaugurado un idilio. Sin embargo, el martes pasado, el portavoz de la Casa Blanca, John Kirby, se quejó de que el presidente brasileño “repita como un loro la propaganda china y rusa sobre la guerra en Ucrania, sin siquiera haber estudiado los hechos”.
Es imposible saber si es una consecuencia de esta declaración, o de otros mensajes irritados que llegaron a Brasilia desde Washington, pero el discurso brasileño comenzó a ajustar algunos matices. Lula llegó a Portugal, en la primera visita a Europa de su actual mandato, y explicó que en el esfuerzo mediador no podría haber solo países neutrales. También deberían estar los Estados Unidos. Insistirá con esta propuesta durante su paso por España. Y continuará modulando su posición hasta llegar a Hiroshima, para la cumbre del G7, que se celebrará del 19 al 21 de mayo. Fue invitado por el primer ministro de Japón, Fumio Kishida. Además de los integrantes de ese club (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido), podrían participar el presidente ucraniano, Zelenski; el primer ministro indio, Nadendra Mori; y el indonesio, Joko Widodo. En esa conferencia será inevitable la referencia, aunque sea tácita, al creciente conflicto entre Washington y Pekín.
La posición de Brasil en ese mapa contrasta con la de su principal socio en el Mercosur: la Argentina. Buenos Aires ha sido la semana pasada el escenario en el que los Estados Unidos desplegaron todos sus argumentos para contrarrestar el peso chino en la región. El viernes visitó esa capital la subsecretaria de Estado Wendy Sherman. Esta diplomática no está enfocada en cuestiones de América Latina. Mucho menos en la relación bilateral con la Argentina. Su carrera ha transcurrido asociada a cuestiones de seguridad internacional: relación con Corea del Norte, con Irán, ahora con China. Apenas regresó a su país, llegó a la Argentina la generala Laura Richardson, jefa del Comando Sur del Pentágono.
Las dos visitas tuvieron un mismo objetivo: neutralizar la presión china sobre el gobierno de Alberto Fernández. Desde Pekín existe un interés permanente de vender a la Aeronáutica aviones de combate; participar en la instalación de una central nuclear; conseguir que el país adopte la tecnología de Huawei para el sistema 5G; intervenir en el establecimiento de una base naval de aprovisionamiento logístico en el extremo sur del país, entre otras materias.
Las dos viajeras especificaron recomendaciones que un par de semanas antes el presidente Fernández había escuchado en una visita a Biden. La orientación del oficialismo argentino, liderado por Cristina Kirchner, siempre es reacia al tipo de “consejos” de Sherman o Richardson. Pero esta vez esa reticencia política e ideológica debe ceder a la necesidad. La Argentina esta, por enésima vez, atravesando una gran crisis económica. La inflación de marzo fue 7,7%. Durante toda la semana pasada se verificó una corrida cambiaria contra el peso que disparó el valor del dólar en el mercado paralelo. A una política económica muy improvisada, se le sumó el efecto de una sequía pavorosa: las exportaciones de cereales cayeron en más de 20.000 millones de dólares.
Puesto frente al abismo, al ministro de Economía Sergio Massa solo le queda una salida: conseguir que el Fondo Monetario Internacional desembolse por adelantado los recursos que destinaría al país hasta fin de año. Si las autoridades del Fondo aceptan la solicitud, es muy probable que exijan como contrapartida una devaluación de la cotización oficial de la moneda. Un salto mortal, que podría acelerar la inflación.
Para conseguir clemencia en el Fondo es indispensable el aval del Gobierno norteamericano. Massa está gestionando, con la poca credibilidad que le queda, ese respaldo. Si Lula aspira a que la Argentina de su amigo Alberto Fernández lo acompañe en su estrategia global, deberá esperar. La necesidad tiene cara de hereje.