Un asesinato anunciado

Los que mataron al periodista colombiano Rafael Moreno no han conseguido silenciar sus denuncias

Una persona coloca una vela en honor de periodista asesinado Rafael Moreno.Diego Cuevas

Rafael Moreno no tenía un título de periodismo ni un medio que le respaldara. Ni siquiera ejercía el oficio a tiempo completo, pero era un reportero hasta la médula. Una noche, a mediados de octubre pasado, acudió al restaurante que acababa de inaugurar. Poco después, entró un sicario, se le acercó y le descerrajó tres tiros. Moreno, de 38 años, denunciaba a través de su página de Facebook, ...

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Rafael Moreno no tenía un título de periodismo ni un medio que le respaldara. Ni siquiera ejercía el oficio a tiempo completo, pero era un reportero hasta la médula. Una noche, a mediados de octubre pasado, acudió al restaurante que acababa de inaugurar. Poco después, entró un sicario, se le acercó y le descerrajó tres tiros. Moreno, de 38 años, denunciaba a través de su página de Facebook, Voces de Córdoba, casos de corrupción local en el interior de la Costa del Caribe colombiano, una de las regiones más violentas del país, herida por décadas de violencia de la guerrilla, el paramilitarismo y el narcotráfico.

Fue un asesinato anunciado. Las amenazas que recibía eran cada vez más preocupantes. Días antes del ataque, el periodista se puso en contacto con el consorcio de medios Forbidden Stories, que, gracias a los cientos de documentos y correos electrónicos que compartió, continuó esas investigaciones sobre desvíos millonarios de fondos públicos o el perjuicio medioambiental y sanitario causado por la actividad minera en el departamento de Córdoba. Sus hallazgos han sido publicados en 32 medios internacionales, entre ellos EL PAÍS, The Guardian o Le Monde.

La historia de Rafael Moreno es excepcional, pero la violencia que sufrió no es una excepción. Se parece a lo que, de México al Cono Sur, sucede a decenas de reporteros cada año. Siempre por fiscalizar al poder político o al poder fáctico y al entramado de actividades ilegales con las que, a menudo, operan ambos. Casi siempre a escala local, lejos de los focos de las grandes urbes y la protección del Estado. Y con víctimas que por su exposición, escasos recursos y precariedad se habían convertido en blancos fáciles.

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Moreno había alertado públicamente de las amenazas. “Si me van a matar, que me maten. Pero les digo de frente: no me van a silenciar”, dijo en un vídeo difundido en redes sociales en el que denunciaba que había encontrado una bala y una carta anónima en la caja de su moto. “Sabemos todo de ti, no te vamos a perdonar lo que estás haciendo. Así, que ya sabe parcero, este resto de proveedor de esta 9 (milímetros) está esperando por ti”.

El reportero colombiano Rafael Moreno no pudo ser silenciado porque más de 30 periodistas retomaron sus investigaciones. El trabajo que han hecho otros como él, en cambio, ha quedado enterrado para siempre. Los gobiernos, más allá de declaraciones bienintencionadas sobre la importancia del periodismo, tienen el deber de actuar y proteger a los informadores. La seguridad de la prensa, además de su libertad, no puede estar en entredicho en una democracia.

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