Como golpe al mentón
Quiero hablar de Balam Rodrigo y de su libro más reciente para hablar, en realidad, de esos instantes en los que la lectura y la experiencia estética chocan de frente a la vida cotidiana
Por desgracia, querido lector, aunque el encargado de esta newsletter es un lector de poesía tan habitual como de narrativa, es consciente también de que el hábito no siempre va acompañado del conocimiento necesario para hablar de ciertos temas.
Es por eso por lo que este espacio se ha limitado, acaso, a mencionar de tanto en tanto los nombres de algunas y algunos poetas o a mencionar, también de tanto en tanto, un poema en particular, así como a citar algún verso, encajado por ahí, en alguna entrega previa, a...
Por desgracia, querido lector, aunque el encargado de esta newsletter es un lector de poesía tan habitual como de narrativa, es consciente también de que el hábito no siempre va acompañado del conocimiento necesario para hablar de ciertos temas.
Es por eso por lo que este espacio se ha limitado, acaso, a mencionar de tanto en tanto los nombres de algunas y algunos poetas o a mencionar, también de tanto en tanto, un poema en particular, así como a citar algún verso, encajado por ahí, en alguna entrega previa, a manera de ilustración o mera viñeta.
Esta vez, sin embargo, quiero hablar de un poeta y de un libro sin entrar, evidentemente, en asuntos profundos de la poesía o, mejor dicho, apuntando hacia otros territorios. Quiero, pues, hablar de Balam Rodrigo y de su libro más reciente, El tañedor de cadáveres, para hablar, en realidad, de esos instantes en los que la lectura y la experiencia estética chocan de frente, embisten o atropellan, literalmente, a la vida cotidiana.
Balam Rodrigo, en el librero
El primer libro que leí de Balam Rodrigo, poeta nacido en México, específicamente, como le gusta anotar a él, en Villa de Comaltitlán, Soconusco, Chiapas, en 1974, fue Marabunta. Entonces, aunque no estaba buscando ese libro pues, en realidad, el que perseguía, sin demasiada suerte, era El libro centroamericano de los muertos, no sólo quedé sorprendido, sino que fui atravesado, sacudido por afuera y estremecido por adentro: ese libro, al que me enfrenté sin tener idea alguna de lo que sería, contenía, destilaba y hacía estallar la odisea de un sinnúmero de gente en una huida circular y perpetua.
La urgencia de encontrar El libro centroamericano de los muertos, entonces, se me convirtió en obsesión, obsesión que, por suerte, pude satisfacer muy pronto. El golpe que había significado la lectura de Marabunta se multiplicó, si es que algo así era posible: en mis manos, en mis pupilas, en mis entrañas, no sólo el éxodo de los migrantes, otra vez, no sólo esa lengua hecha de mil lenguas, nuevamente, no sólo ese testimonio absoluto de una época, bordado con un sinfín de testimonios; no solo, pues, ese manojo de poemas que eran literatura en términos absolutos, dado que no necesitaban más que de lo mínimo para dar lugar a lo más grande —”Reconstruir los rostros de la infancia, / los de aquellos migrantes centroamericanos que vivieron, / comieron y soñaron entre los horcones de mi casa. / Sus cuerpos y nombres se han vuelto niebla, / dibujados con cal en la memoria, / como los difusos garabatos que tajo en este libro”—.
Del golpe común al único
Queda claro que la forma del golpe que depara la lectura, por ejemplo, del fragmento citado es un golpe que recibe, en el mentón, cualquier lector que no llegue al libro con la careta protectora puesta. Ese tipo de golpes, capaces de alcanzar la consciencia y llevarla en un segundo a la inconsciencia, a veces son, sin embargo, personales. Golpes que uno siente, cuando los recibe, únicos, como si hubieran sido lanzados exclusivamente para ti, te dices o piensas mientras estás leyendo. Eso fue lo que me sucedió, de hecho, cuando llegué al libro más reciente de Balam Rodrigo, El tañedor de cadáveres —el poema del que se desprende el título de la antología, Forense, que forma parte del apartado De los oficios de ciencia y técnica, versa sobre un hombre que, mientras lleva a cabo las autopsias de los cuerpos destruidos por la violencia, imagina que compone sinfonías: “Por más señas, ejerzo cual médico forense, / pero me considero artista, / quizá el primer experto en necromusicología: / confieso indescriptible melomanía tanática. / Me explico: / mi profesión está en la morgue, / trabajo con los cuerpos en la plancha, / pero en materia de necropsias / desvelo un secundario interés criminalista: / ejecuto en cualquier cadáver eufonías, / imagino ocultas piezas para orquesta / en los órganos humanos, / descubro tanatológica música en los huesos y tejidos: / hermosa partitura es cada muerto”.
El golpe que sentí como único, como lanzado para mí, sin embargo, no se desprendió de este otro poema, sino de la lectura de Cosedoras de balones de fútbol, que forma parte del apartado De los oficios de aire y sueño, que, como el resto del libro, está tejido por el eco de voces tan cotidianas como comunes y que es, además, el poema con el que abre el libro: “Y todos mis sueños se apagan sin hacer ruido alguno / al igual que todas las personas que aquí desaparecen. / Las mujeres de este pueblo ya no tenemos pechos: / de nuestro seco tronco brota un racimo de balones, / un manojo de gordos niños de viento / que no buscan la caricia, / sino el puntapié certero que los aviente lejos. / Amamantamos con pechos innumerables / a los que se han ido, / saciamos la interminable sed de los desaparecidos. / Alimentar fantasmas con la oscura leche del recuerdo / y la esperanza de quien busca al menos / una parte de los suyos en cualquier sitio: / gajos de un balón despedazado / por la insaciable jauría / de los amos del miedo”.
Explicar el golpe, ese anticlímax
¿Por qué sentí como mío, como escrito solo o principalmente para mí este último poema? Porque la vida, por azares que acá no tienen mayor importancia que la importancia del azar, me hizo pasar la mayoría de los veranos de mi infancia en Chichihualco, pueblo de la sierra de Guerrero que es el sitio en donde viven y trabajan las cosedoras de balones de Balam Rodrigo. Ese lugar, que en mi memoria era, hasta la lectura de este poema, un espacio de felicidad ingenua e infantil, de pronto, de golpe, es ese otro lugar arrasado por la violencia, específicamente, la que deriva del narcotráfico asociado a la siembra de amapola. Ese lugar, que en mi memoria se aferraba para no desaparecer, de golpe, es otro de los corazones de la desaparición, que ha ido llenando de hoyos mi país.
De golpe, la experiencia estética de ese maravilloso libro que es El tañedor de cadáveres, en el que se canta a los oficios de aquellos que han venido al mundo sin nada y que así también se irán, en el centro de mi propia vida, no sólo de la vida que comparto con todos ustedes, es decir, con todos los demás, sino también de la que es sólo mía: en el centro, pues, de mi más honda intimidad, estallando y estallándome en pedazos.
Eso tienen, al final, también, la gran literatura y la poesía mayor: además de atravesarnos como insectos en una tabla de unicel, pueden, de tanto en tanto, desmontarnos desgajando las memorias personales y las memorias compartidas.
Y, claro, también tienen, la gran literatura y la poesía mayor, la capacidad de convertirnos en otro, con un solo golpe.
Coordenadas
Marabunta fue publicado por diversas editoriales, entre las que se encuentran Praxis, Los perros románticos y Yaugurú. El libro centroamericano de los muertos fue publicado por el FCE. Por su parte, El tañedor de cadáveres se encuentra en edición de Conarte.