Un año sin Sir John Elliott: ¿qué debemos a los hispanistas?
Los expertos británicos ayudaron a despojar a España de fatalismos y romanticismos, aligeraron los problemas existenciales del país, y dieron impulso internacional a nuestra lengua y nuestra cultura
El funeral de Sir John Elliott —muerto hace ahora un año— tuvo lugar uno de esos días de primavera que ponen en olvido cualquier padecimiento del invierno inglés. Fue donde tenía que ser: en Oxford. Cada país parece enterrar a los suyos según sus propios tópicos, y si en España el dramatismo ha llegado a ser un arte, en Inglaterra se trata menos de llorar la ausencia que de celebrar una vida. Al término de una ceremonia limpia y austera en la iglesia de l...
El funeral de Sir John Elliott —muerto hace ahora un año— tuvo lugar uno de esos días de primavera que ponen en olvido cualquier padecimiento del invierno inglés. Fue donde tenía que ser: en Oxford. Cada país parece enterrar a los suyos según sus propios tópicos, y si en España el dramatismo ha llegado a ser un arte, en Inglaterra se trata menos de llorar la ausencia que de celebrar una vida. Al término de una ceremonia limpia y austera en la iglesia de la universidad, la grey se reunió en un patio de Oriel —el college de Elliott— para un refrigerio no menos sencillo. Hasta allí se habían llegado el director del Prado, Miguel Falomir, y el director de la National Gallery —tan vinculado por carrera al Prado—, Gabriele Finaldi. Su compañía no solo era un gesto hermoso. Era también una cuadratura de sentido: el momento en que un joven John Elliott, en la amanecida de los años cincuenta, entra en el Museo del Prado, es el momento de decantación que iba a marcar su trayectoria intelectual —y, por tanto, también en parte la nuestra— para siempre. Sir John no viviría hasta ver reinstaurado el Salón de Reinos en el Prado, pero esa visión, alumbrada con Jonathan Brown, se llevará a cabo. Y es otra pequeña cuadratura de sentido que la saque adelante Norman Foster: muchos museos británicos —de la National Gallery a la nueva Spanish Gallery— tienen ya un aire español, y ahora el Prado también va a tener un más que merecido aire inglés.
Pasados los 90 años, Elliott trabajaba en uno de esos proyectos —una comparativa entre el imperio español y el portugués— que ya hubiesen podido justificar de modo eminente una vida de ambición académica. Esa exigencia ayudaba a explicar que Sir John hubiese seguido siendo una autoridad reconocida de haber alcanzado las mismas cotas en cualquier otro campo del saber. Dada la influencia intelectual que los hispanistas británicos han tenido en la propia España, así como en la visión que de nosotros mismos tenemos los españoles, es necesario recalcar que la hispanofilia no es por necesidad un rasgo distintivo de la academia británica. Así, del mismo modo que hay en el Reino Unido hispanistas excelsos, hay y ha habido grandes latinistas o —pongamos— historiadores del arte: cuestión de un sistema universitario por tradición abierto a pensar el mundo. En su espléndida oración fúnebre, Fernando Cervantes —catedrático en Bristol— afirmó algo tan arriesgado como sutil: sin visiones como la de Elliott, España hubiese tenido mucho más difícil su Transición. Esto puede predicarse de no pocos hispanistas históricos —pensemos en Hugh Thomas, en Raymond Carr— del siglo XX, que ayudaron a despojar a España de fatalismos y romanticismos y que, con un entendimiento desapasionado de su inserción europea y su proyección atlántica, hicieron no poco por aligerar la carga existencialmente problemática del país. Ahí, la labor de Elliott, en todo caso, iba a ser tan pionera como preclara: contribuyó de modo decidido a desacreditar tanto las leyendas negras como las poporrutas imperiales. No por activismos o equidistancias, sino por pura higiene intelectual ante los mitos.
Existe otro aspecto que, en cambio, se ha señalado mucho menos: al sacudir a España de orientalismos, el hispanismo británico también ha influido de modo determinante en la normalización y el impulso de la presencia hispánica en su imaginario. Hoy, el British Council recomienda estudiar español, y la demanda de nuestra lengua en el sistema educativo sobrepasa o está a punto de sobrepasar la de lenguas con arraigo mucho más antiguo. Hay docenas —más de sesenta universidades— de lugares donde estudiar hispánicas. Pero esto no siempre fue así: antes de la Primera Guerra Mundial, solo se enseñaba español en 12 escuelas del país; en 1933, los examinados oficiales de francés rondaron los 56.000; de español fueron menos de 800. Universidades de talla mundial como Oxford —en el XIX— y Cambridge o Durham —en el XX— iban a tardar mucho en ocuparse del español. Y, de hecho, los estudios españoles en Reino Unido comenzarían nutriéndose de viajeros, entusiastas e hispanófilos —así J. B. Trend— que tuvieron un mérito indudable pero no siempre la necesaria distancia académica. Sí, desde el éxito contemporáneo del español y los estudios hispánicos, cuesta trasladarse a un mundo en que nuestra lengua era, como escribe Ann Frost, “un idioma minoritario, del que se pensaba no tenía literatura” (¡!) más allá del Quijote, y que tuvo que “librar una batalla (…) para ser reconocido como parte válida entre las lenguas establecidas, francés y alemán”. Si esto ha cambiado es, en buena parte, por el propio hispanismo británico. Y, al normalizar la presencia académica del mundo hispánico, también se está contribuyendo a amortiguar la tentación de la condescendencia con que la hegemonía cultural del polo anglosajón, con siglos de inercia, ha venido acercándose a mundos como el nuestro. Ya se nota en las generaciones más jóvenes, para quienes, por fortuna, somos mucho menos different.
No todo funciona mal en España, por si hay que recordarlo. Pocos meses antes de morir Sir John, el embajador de España en Londres le hacía una visita que expresaba el reconocimiento de tantos de los nuestros. La última salida de Elliott sería, justamente, a un acto organizado por el Cervantes y la Embajada junto a otro maestro de hispanistas —recién condecorado—, Sir Barry Ife. Hemos visto el ocaso de una gran generación británica de historiadores y de historiadores del arte y la literatura, pero en nuestro día a día, sin miedo a la polémica, hispanistas de distintas hornadas siguen animando la conversación pública española. Algunas de nuestras instituciones tratan con ellos —no solo en Gran Bretaña— cada día. Y ojalá se vuelva también costumbre que los reciban y escuchen en nuestra Presidencia del Gobierno: seguro que algún ángulo para nuestra proyección en el mundo pueden inspirar.