A un paso del desencanto

Observo a un Gobierno que asegura no querer romper su coalición, al tiempo que no cesa de lavar los trapos sucios a los ojos de cualquiera, incluidos sus posibles votantes

Pedro Sánchez, frente a Irene Montero, en el Senado.Carlos Luján (Europa Press)

Si iban a un estreno de teatro estaban sentados en los mejores asientos. Si se trataba de un acto cultural, de la presentación de un libro, de un debate, eran colocados en la primera fila. Conseguían mesa en los restaurantes aunque no la hubiera. Y se les escuchaba, sobre todo a él, porque su opinión era seguida por ese tipo de gente a la que le gustan los santones, que prefiere venerar a admirar. En realidad, poseían las virtudes para que yo, joven aspirante a todo, me quedara en silencio cuando compartía mesa con ellos. Enseguida perdí la fe y no lo viví como un desengaño sino como un aprend...

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Si iban a un estreno de teatro estaban sentados en los mejores asientos. Si se trataba de un acto cultural, de la presentación de un libro, de un debate, eran colocados en la primera fila. Conseguían mesa en los restaurantes aunque no la hubiera. Y se les escuchaba, sobre todo a él, porque su opinión era seguida por ese tipo de gente a la que le gustan los santones, que prefiere venerar a admirar. En realidad, poseían las virtudes para que yo, joven aspirante a todo, me quedara en silencio cuando compartía mesa con ellos. Enseguida perdí la fe y no lo viví como un desengaño sino como un aprendizaje que aún me sirve. Aquella pareja tan estupendamente situada en la vida cultural tenía la mala costumbre de discutir violentamente delante de terceros. Sin violencia física, claro está, pero sí de aquella que se nutre de insultos retorcidos, despreciativos, como engordados por un rencor antiguo. La primera vez que presencié uno de sus combates verbales, me volví a casa pensando que tal vez habíamos bebido demasiado y que un error así lo tiene cualquiera. La segunda, me aterró que el amor pudiera pudrirse de esa manera con los años. En la tercera, atribuí las peleas a la diferencia de edad entre ellos, que con el transcurrir del tiempo se hace más evidente. Y la siguiente, como aquello no amainaba, presagié que la pareja se separaría. Ese divorcio nunca se produjo. Me costó entender aquella patológica dependencia que sentían el uno por el otro y un elemento que aún me parecía más extraordinario: la necesidad que tenían de que los demás asistieran a un espectáculo desagradable, y de qué manera la tensión que generaban les producía un desahogo. De haber sido más jóvenes habría pensado que al llegar a casa harían las paces dándose un revolcón, pero ese tipo de reconciliación no me cuadraba. Asistidos por algún principio ideológico debían de pensar que, en aras de la libertad de expresión, les asistía el derecho a pelearse ante terceros. Pienso ahora que incluso encontraban algún tipo de placer malsano en ello; en realidad, era como si te estuvieran desafiando. A veces, también exigían que eligieras entre papá o mamá. Tú evitabas el compromiso esquivando sus miradas. Cuando él murió, hacía ya mucho tiempo que había dejado de frecuentarlos. Era un show perverso y barato.

Si alguna vez estuvieron enamorados o cautivados por una atracción puramente sexual, no lo sé, pero acabaron siendo un matrimonio de conveniencia. Por alguna razón que se me escapa les convenía ese intercambio de agresividad ante las miradas atónitas del prójimo. He pensado mucho en ellos en estos últimos tiempos en los que observo a un Gobierno que asegura no querer romper su coalición al tiempo que no cesa de lavar los trapos sucios a los ojos de cualquiera, incluidos sus posibles votantes. Tal vez anden calculando que de cara a las elecciones dicha exaltación de la diferencia con el socio les compensa para afianzar a los ya convencidos. A diario se achacan o se insinúan el uno al otro defectos tremendos esperando que nosotros nos sintamos atraídos por semejante teatrillo. No se dan cuenta de que corren el peligro de minar nuestra confianza, de que la discreción es un valor y su obligación debería ser mostrar ante los ciudadanos que hay un trabajo común, sin personalismos. Los logros de un Gobierno, de este primero de coalición, pueden quedar sepultados por el empeño de sus miembros en resaltar las discrepancias, por hacernos creer que son insalvables y les conducen a un divorcio seguro. Desde un punto de vista adulto, no se acaba de entender. O son tan insensatos como para no importarles arruinar la cosecha o tan malos calculadores que creen que sobrevivirán por sí solos. El tipo de votante irreflexivo, fiel sin condiciones, les seguirá hasta el final de la aventura, pero debieran estar atentos a los que, reacios a aplaudir sus trifulcas, se vean arrojados al desencanto.

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