Renovables y territorio: lo necesitamos todo
Si no queremos acabar lamentando los excesos de una nueva burbuja especulativa, debemos situar la energía bajo el control de un potente sector público
El despliegue de las renovables en España está provocando una imagen cuanto menos curiosa: mientras la patronal se envuelve en la bandera ecologista, los ecologistas se resisten a los nuevos tiempos... El mundo al revés. En realidad, es el eterno pulso para saber quién tiene el poder real en nuestra sociedad, si la economía y el Ibex 35 o la política y el interés general. El capitalismo o la democracia. Quien controla la energía, controla el mundo, ...
El despliegue de las renovables en España está provocando una imagen cuanto menos curiosa: mientras la patronal se envuelve en la bandera ecologista, los ecologistas se resisten a los nuevos tiempos... El mundo al revés. En realidad, es el eterno pulso para saber quién tiene el poder real en nuestra sociedad, si la economía y el Ibex 35 o la política y el interés general. El capitalismo o la democracia. Quien controla la energía, controla el mundo, o al menos, las posibilidades de desarrollo y de futuro de un país como el nuestro. Si esto es verdad siempre, lo es aún más en un contexto como el actual, marcado por la crisis energética y una escalada militar en Europa que, como ha advertido Rafael Poch, podría desencadenar una guerra mundial.
En los últimos meses, observamos con asombro el aumento de la presión empresarial y mediática para acelerar la implantación de instalaciones generadoras de energía renovable, con el manido argumento de “ganarle la batalla al cambio climático”. Celebramos lo que eso tiene de positivo, pero advertimos que tal presión no nace de un impulso comprometido con la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía, sino de un afán de negocio que, en el actual contexto bélico, ha visto en las renovables un filón de oro que se puede disfrazar de nobles objetivos.
Por supuesto, cambiar el modelo energético es fundamental para hacer frente a la emergencia climática, pero la transición ecológica es, o debería ser, mucho más que una modificación de las fuentes energéticas si queremos evitar el “planeta inhóspito” que augura David Wallace-Wells. No se trata, permítasenos la expresión, de sustituir la manguera de gasolina por un enchufe y que todo siga igual: nuestra forma de vivir y producir es socialmente injusta y ecológicamente insostenible y debemos transitar hacia patrones de vida y de consumo que sean socialmente justos y ecológicamente sostenibles.
La transición ecológica tiene que ver con la limitación de las emisiones a la atmósfera, sin duda, pero también, entre otras muchas cosas, con la conservación de la biodiversidad, con la defensa de la naturaleza y del entorno, con la mejora del aire que respiramos, con el mantenimiento y la calidad de las masas de agua existentes, con reducir nuestra voracidad en la extracción de recursos, con el abandono del mito del crecimiento como sinónimo de bienestar humano, con cambiar los hábitos de consumo y entender de otra forma nuestra movilidad. La transición energética, en definitiva, deviene imprescindible para avanzar en el proceso de descarbonización, abaratar el precio de la energía y reducir nuestra dependencia del exterior, pero ha de convivir con otras necesidades humanas y no sacrificarlas.
Las prisas de ciertos agentes económicos no pueden ser una guía para la acción política. Las energías renovables precisan extensos territorios para su implantación y tienen un profundo impacto sobre estos en términos de afectación del paisaje, perjuicios a los hábitats, sacrificio de actividades agrícolas, destrucción de los corredores naturales y, en general, degradación y desvertebración territorial. Para gobernar este proceso es imprescindible mejorar los instrumentos de planificación pública, garantizar una visión global del mismo y asegurar una efectiva participación social en las decisiones. En definitiva, una planificación ecológica y territorial que permita conciliar las necesidades del corto plazo con objetivos estratégicos a más largo plazo, tal y como prevén la Constitución y el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana en sus artículos 131 y 52, respectivamente.
Las prisas y los atajos suelen ser contraproducentes. El despliegue de las renovables está alimentando procesos especulativos que recuerdan a la burbuja inmobiliaria vivida años atrás. En paralelo a la presión para que se facilite el desarrollo de las grandes plantas fotovoltaicas, se está produciendo un alud de proyectos impulsados por las empresas energéticas de siempre o por fondos de inversión que han decidido sumarse a la fiesta, desde Iberdrola a Gamesa, pasando por Acciona, Renovalia, Repsol o Gas Natural. No es casualidad, evidentemente. Se trata de proyectos que implican la ocupación de centenares de hectáreas, a veces fraccionados para favorecer su aprobación. Siempre en zonas rurales, allá donde el suelo es más barato y hay poca gente para resistir. Con expropiaciones incluidas apelando a la utilidad pública. Aunque luego se precisen inmensas infraestructuras para transportar la electricidad producida. El capitalismo, como un nuevo Minotauro, exige sacrificios humanos.
Sin embargo, la realidad es tozuda. Por más que lo repitan las empresas energéticas y sus altavoces mediáticos, es falso que el desarrollo de las renovables en España vaya con retraso. De acuerdo con el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), deberían instalarse entre 5.000 y 6.000 MW/año de energías renovables, incluyendo la energía eólica y la fotovoltaica. Pues bien, en 2019, según datos oficiales, se instalaron 6.500 MW, y en 2020 y 2021 (covid-19) 5.000 y 5.600, respectivamente. En 2022, a falta de datos definitivos, se estima que las cifras serán similares a las de 2019, o incluso superiores a estas. Es evidente que, al ritmo actual de instalación de fotovoltaicas, nuestro país podría alcanzar en 2030 una cifra global superior a 50.000 MW en funcionamiento, mientras que el PNIEC establece un objetivo de 39.000 MW. En lo que respecta a la energía eólica, a un ritmo de instalación de 2.000 MW/año, estaríamos muy cerca de los 50.000 que el PNIEC contempla para 2030 y, en todo caso, la suma de ambas superaría holgadamente los objetivos.
Si no queremos acabar lamentando los excesos de una nueva burbuja especulativa, debemos planificar, definir los objetivos y, digámoslo claramente, situar la energía bajo el control de un potente sector público que, a través de sus propias empresas, empuje hacia una transformación estructural del mercado eléctrico y contribuya a erradicar la pobreza energética. Un nuevo enfoque que potencie el autoconsumo, favorezca el desarrollo de comunidades energéticas y establezca con rigor y transparencia dónde pueden ubicarse las grandes plantas que se necesiten. Lo necesitamos todo, pero bien gobernado. Y es más necesario que nunca, porque la guerra está transformando las economías europeas, y lo hará aún más en el futuro. Como afirma Emmanuel Todd, el conflicto nos devuelve a la economía real, nos permite comprender cuál es la verdadera riqueza de las naciones y su capacidad de satisfacer necesidades sociales, también desde el punto de vista energético.
Esta vez hay que planificar e intervenir desde lo público para hacer las cosas bien: apostar por la transición energética protegiendo el territorio. Es un trabajo complejo, pero también lleno de oportunidades. No sobra nada ni nadie. Luchemos para que lo dirija el interés general y no el mismo egoísmo económico que tanto daño le ha hecho a nuestro pueblo.