Brasil: el desafío de pinchar una burbuja

Los radicales que asaltaron las sedes de los tres poderes son impermeables a los argumentos que proceden de las instituciones democráticas. Les han dado orgullosamente la espalda

Manifestantes contra los resultados electorales y el Gobierno del presidente Lula da Silva invaden el Congreso Nacional, el Supremo Tribunal Federal y el palacio del Planalto en Brasilia, el domingo 8.ANDRE BORGES (EFE)

Lo que ocurrió el domingo en Brasilia, cuando unas turbas asaltaron las sedes de los tres poderes del Estado, resulta inaudito. En la segunda acepción de este término, el Diccionario de la Real Academia Española habla de “sorprendente por insólito, escandaloso o vituperable”. Así fue. Una de las secuencias de lo...

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Lo que ocurrió el domingo en Brasilia, cuando unas turbas asaltaron las sedes de los tres poderes del Estado, resulta inaudito. En la segunda acepción de este término, el Diccionario de la Real Academia Española habla de “sorprendente por insólito, escandaloso o vituperable”. Así fue. Una de las secuencias de lo ocurrido que se han visto en televisión resulta ilustrativa. Aparece ahí un miembro de la Policía Militar, supuestamente encargado de la protección de las instituciones, en la tarea de revisar a uno de los manifestantes. El hombre se levanta la camiseta, parece que no lleva nada, así que adelante, puede usted pasar. Como si el cacheo, ese increíble simulacro de cacheo, fuera un simple trámite para asegurarse de que nada grave iba a ocurrir un poco más allá, en la explanada donde están alojados los edificios oficiales que proyectó en su día Óscar Niemeyer.

Insólito, escandaloso, vituperable. Todo empezó hacia la una del mediodía cuando los partidarios de Jair Bolsonaro, que llevaban dos meses acampados frente al Cuartel General del Ejército pidiendo a los militares que dieran un golpe contra el ganador de las últimas elecciones, Lula da Silva, iniciaron la caminata de nueve kilómetros que iba a llevarlos a la plaza de los Tres Poderes. Marcharon de manera pacífica y fueron escoltados por miembros de las fuerzas de seguridad, como si acudieran a un espectáculo, a una celebración religiosa, a una feria de arte y diseño o de productos agrarios o de manga y cómics. Para participar del evento habían llegado además 150 autobuses con gente que procedía de otros lados de Brasil. Llevaban banderas. Y móviles. Se hicieron fotos, grabaron lo que les llamaba la atención, corearon consignas. El analista Yascha Mounk ha calificado lo que sucedió de “carnaval grotesco”. En otro de los momentos que se han visto en televisión, una manifestante explica que el Ejército los traicionó, todavía un poco perpleja de que no hubiera intervenido con sus tropas y sus tanques y sus aviones.

Las turbas rompieron a patadas las fachadas acristaladas de los edificios, entraron a lo bruto en los salones dando golpes aquí y allá, practicaban una suerte de “gimnasia golpista”: destrozar cuanto tuvieran a mano, robar lo que pudiera serles útil, mofarse del poder. El senador Marcos do Val —un hombre de derechas, antiguo militar, instructor de unidades policiales de élite—, que acudió después del asalto para asistir a algunas de las 1.500 personas que han sido detenidas, se refirió en su reconstrucción de los hechos a un hombre que ya dentro del Senado recién tomado por los radicales se proclamó presidente de la República.

Como pasó hace dos años en Washington con el asalto al Capitolio, la ultraderecha ha conseguido movilizar esta vez en Brasilia a millares de entusiastas que están convencidos de que les han robado unas elecciones. No se cortan, creen en su causa, están dispuestos a correr riesgos. Les importa un bledo lo que digan las instituciones del sistema: con un manifiesto orgullo les han dado hace tiempo la espalda y no son permeables a ninguna de sus consideraciones, por elaboradas y rigurosas que sean. Habitan una burbuja. Y acaso sea ese precisamente uno de los grandes desafíos de la democracia: pincharla. Cuando no se comparte un espacio común, no hay reglas de juego que sirvan.

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